Viernes Santo

Dolores de San Juan: Viernes Santo de silencio, ruan y penitencia

La archicofradía de los Dolores de San Juan es silencio a su paso. Silencio vestido de ruan, de un negro brillante bajo la luz de la tarde

Cristo de la Redención en su estación penitencial

Miguel Ferrary

Miguel Ferrary

Miguel Ferrary

"¿Por qué no llevan bandas?", preguntaba una niña a su padre al ver pasar el cortejo de los Dolores de San Juan al poco de su salida. Una pregunta hecha en voz baja, para no molestar el silencio que se iba imponiendo al paso de la cruz guía y que había silenciado la calle. Solo tras el paso del trono de la Virgen de los Dolores de San Juan, se recuperó el bullicio normal. "La música, a veces, puede distraer de lo importante, por eso llevan estos cuatro músicos, que es una capilla musical", es la respuesta del padre a su hija. La archicofradía de los Dolores de San Juan es silencio a su paso. Silencio vestido de Ruan, de un negro brillante bajo la luz de la tarde. Sin guantes, manos desnudas. Menos es más. No hay bordados ni cinturones, sólo el humilde y sufrido esparto. La plata es omnipresente en el ajuar de la archicofradía, así como la madera oscura. No el oro, que se reserva para contados elementos. La austeridad no significa eliminar la elegancia, sino contener la expresividad. Con Dolores de San Juan hablan las ausencias.

La calle San Juan se llena para recibir a esta cofradía. Hay familias con niños pequeños, extranjeros de una altura absurda mirando con curiosidad, personas mayores y grupos de jóvenes. Son las 18.50 horas y la gente charla animadamente mientras espera. A los lados se va acumulando gente poco a poco. Son las 19.05 horas y, tras los tres toques a la puerta de San Juan, se abren las puertas. En el interior todo es penumbra, rota por los rayos de luz que entran desde el exterior. El silencio se hace en los alrededores de la iglesia. Conforme avanza el frente de procesión, ese silencio se va extendiendo como una mancha de aceite. Es curioso cómo junto a la cruz guía apenas se escuche nada, pero unos metros adelante (apenas dos o tres) las conversaciones continúen.

Silencio adulto

Las largas filas de nazarenos adultos avanzan en silencio. Los niños van de monaguillos, pero es verdad que los nazarenos son todos adultos, que buscan un sitio donde desarrollarse bajo el capirote. La exigencia al nazareno subo unos puntos más que en otras hermandades. Nadie se da la vuelta, ni da la mano o cera. La penitencia se lleva con mucha seriedad. Sólo hay que ver a la sección de cruces que siguen al trono del Cristo de la Redención.

El trono del Cristo de la Redención acompaña perfectamente a esta puesta en escena. De madera oscura, con las expresivas figuras de los cuatro jinetes del Apocalipsis en cada esquina transmitiendo lo que supone la muerte de Jesús en la cruz. Esa talla de Miñarro, imponente, sola, desnuda, sin artificio, sólo con los fúnebres lirios morados como único elemento más colorista. El crucificado se alza en altura para que todo el mundo lo vea. No hay nada más. Ni nada importa. Jesús ha muerto y es momento para reflexionar, orar y esperar la Resurrección.

Mientras tanto, la Virgen de los Dolores de San Juan sale también en silencio en su trono de plata. Gira en una maniobra complicada. Las voces de los capataces, incluso contenidas en su volumen, resuenan en la calle San Juan. La capilla musical interpreta motetes, con una dulzura que lleva a centrar las miradas en el cortejo y la Virgen. Delicadas piñas de claveles blancos en las esquinas encuadran perfectamente el conjunto, en el que llama la atención las pequeñas cartelas bordadas en oro, como único elemento que se sale de esa línea de austeridad de la cofradía.

Dolores de San Juan es un monumento cofrade a la oración y la reflexión. Quizá no sea la más popular o no provoque aplausos. Tampoco los busca. Su fin es otro y lo logran con creces.

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