Sensibles a la crisis, las casas reales de Europa han emprendido un programa de ahorro que lo mismo lleva a sus miembros a viajar en vuelos de bajo coste que a racionar la gasolina del yate o prescindir de los grandes banquetes de antaño. Si el pueblo se aprieta el cinturón, los solidarios monarcas no quieren ser menos, aunque lo que se ajusten en su caso sea la liga de la Orden de la Jarretera o el collar del Toisón de Oro. Más aún que el gasto, importa el gesto.

El último en dar ejemplo de frugalidad e incluso de ascetismo ha sido Carlos de Inglaterra, que en un arrebato de economía doméstica decidió sustituir los copiosos banquetes por unas bandejas de canapés. Aún a riesgo de que sus invitados lo tachen de roñoso, el príncipe heredero no hace otra cosa que velar por la salud de sus agasajados atendiendo al sabio principio: «De grandes cenas están las sepulturas llenas». Además de prevenir eventuales pesadillas de los convidados, el recurso al tentempié ayuda también a que la casa real británica economice gastos superfluos en estos tiempos de crisis.

Gracias a la estrategia gastronómica del canapé, el príncipe ha logrado reducir sus gastos oficiales en nada menos que un cincuenta por ciento, al adelgazar la factura de 15 a 10 millones de euros en sólo un año. Por una parte se trata de un alivio para los contribuyentes, aunque por la otra cueste imaginar qué es lo que podrían estar cenando hasta ahora los huéspedes del ahorrativo Carlos para que la minuta alcanzase proporciones tan desaforadas.

El secretario privado de su alteza no entra esos enojosos detalles, naturalmente; pero lo cierto es que las monarquías ya no son lo que eran: al menos desde el punto de vista culinario. Nada tienen que ver los banquetes reales de ahora –dos platos y postre– con aquellos pantagruélicos festines de la Edad Media en los que los reyes alimentaban su gota con menús compuestos por hasta cincuenta manjares distintos. Tiempos aquellos. Si hoy le invita a cenar a usted el hijo de la reina de Inglaterra, sepa que habrá de resignarse a probar como mucho un par de canapés, acaso sobrantes de la fiesta anterior.

El del británico Carlos no es el único ejemplo entre la realeza, desde luego. La familia real española, por ejemplo, ya había dado muestras de su sobriedad cuando la reina Sofía se subió a un avión de Ryanair para volar desde Santander a Londres por sólo unos pocos euros. Verdad es que ese gesto quedó algo oscurecido por el uso de tres distintos aviones –dos de ellos oficiales- que la misma reina, los príncipes y las infantas utilizaron para asistir en Estocolmo a la boda de una princesa sueca; pero ya se sabe que la seguridad del Estado tiene razones que el bolsillo no entiende.

Solidarios, en todo caso, con los apuros que buena parte de la población española está pasando para llegar a fin de mes, los monarcas españoles han pedido que se les congelase este año la asignación anual de 8,89 millones de euros aportada por los contribuyentes para los gastos de la real casa. Se trata de un presupuesto algo superior al de una familia media española, ciertamente; pero lo que importa –como ya se dijo- es el gesto y no el gasto.

A eso hay que agregar aún las economías que la familia real se propone hacer en sus vacaciones de verano. El rey navegará menos horas a bordo del Fortuna, con lo que nos ahorraremos parte de los 26.000 euros que cuesta llenar el depósito del yate; y ya puestos a escatimar, los royals españoles moderarán el nivel del aire acondicionado y hasta tienen previsto recoger las frutas de los árboles de palacio para aliviar la factura del súper.

A la frugalidad del canapé todavía no hemos llegado aquí, como ha hecho en Inglaterra el imaginativo príncipe Carlos; pero esos son detalles anecdóticos. Lo sustancial es que desde el Reino Unido al Reino de España, la realeza quiere compartir con sus súbditos las penurias de la crisis. Aunque no sea lo mismo apretarse el cinto que la liga o el toisón, claro.