Cuando en 1992, durante su habitual discurso televisado por Navidad, Isabel II calificaba aquel año de «annus horribilis», no sabía lo que aún estaba por llegar. A la separación de sus hijos, Carlos y Andrés, y el incendio que afectó al castillo de Windsor -símbolo de la monarquía británica y cuya reforma escandalizaría a la población por su presupuesto desmesurado- se sumaría, un lustro después, la muerte de Lady Di. Un acontecimiento que la reina de Inglaterra vivió tranquilamente desde su castillo escocés de Balmoral, donde estaba de vacaciones. Y le pasó factura. Tanto que, por primera vez en 40 años, se vio forzada a dar un discurso en directo ante miles de personas para asegurar que estaba triste «de corazón». Así que el ya célebre «lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir» del Rey, es un hecho sin precedentes en la historia de la monarquía española pero no una excepción en otras casas reales europeas. Son gestos de rectificación escasos, pero de ellos depende que los soberanos vuelvan a conectar con su pueblo.

El perdón televisado de don Juan Carlos nada más abandonar el hospital en el que había sido operado de la cadera tras la caída sufrida en Botsuana mientras cazaba elefantes, fue recogido por los principales medios de comunicación, no solo de Europa, sino también del resto del mundo. Esa rectificación pública sin parangón en sus algo más de 36 años de reinado, podría tener un precedente. Su abuelo, Alfonso XIII, escribió en 1931, en el manifiesto en el que explicaba a los españoles el porqué de su abandono al trono, las siguientes palabras: «Un rey puede equivocarse y sin duda erré yo alguna vez; pero sé bien que nuestra patria se mostró en todo momento generosa ante las culpas sin malicias». No entonó el abuelo del rey el mea culpa de manera directa, pero el mensaje contenía la misma intención que el de don Juan Carlos.

La disculpa del monarca tras las fuertes críticas recibidas por lo inoportuno del viaje privado a África en tiempos de crisis, podría situarse al nivel de las declaraciones del rey Carlos Gustavo de Suecia que, acechado por supuestos casos de infidelidades, tal y como reveló un polémico libro -Carlos XVI Gustavo, rey a su pesar- que le acusaba además de frecuentar locales de alterne, tuvo que salir a defenderse: «Hay miles de personas que van a este tipo de establecimientos y es fácil que se produzcan equivocaciones». Lo único que sí dejó claro Carlos Gustavo fue que todos esos rumores perjudicaban claramente su credibilidad y a Suecia. «Lo lamento de verdad», zanjó.

Hablar de Mónaco y su particular familia real es sinónimo de encuentros y desencuentros con la prensa del corazón. Sin arrepentimientos públicos, aunque con demandas de paternidad de por medio, la boda de Alberto II con Charlene Wittstock no vino a apaciguar rumores sino a aumentarlos. A tres días de la ceremonia real, se dijo que la novia había querido huir a su país natal al enterarse de que su prometido podría tener un nuevo hijo no reconocido. Y es que nadie en la familia Grimaldi está exento de polémica. Desde Carolina y su sonado divorcio de Ernesto de Hannover a Estefanía y Daniel Ducruet, infiel con una stripper.

Pero más allá de los escándalos protagonizados por los monarcas, sus hijos y nietos no parecen dispuestos a que tengan un reinado tranquilo. Ejemplos, a decenas. Basta solo con nombrar a Iñaki Urdangarin y su imputación en el caso Nóos, una «conducta poco ejemplar», en palabras del rey.

Si a Isabel II se le pueden atribuir muchos fallos, qué decir de su consorte. Felipe de Edimburgo, esposo de la soberana, es un experto metepatas gracias a sus declaraciones desafortunadas. Una de ellas tuvo lugar durante un viaje por Papúa Nueva Guinea, donde felicitó a los lugareños por haber conseguido que no les comiesen. A los aborígenes australianos les preguntó si todavía «arrojaban lanzas». Claro que nada comparado con las travesuras del príncipe Enrique. Célebre es la fotografía en la que apareció vestido con el uniforme nazi. «Lo siento mucho si he causado alguna ofensa o vergüenza a alguien», lamentó después.

De Bélgica a Noruega, pasando por Holanda. La Casa Real de Bélgica es también un hervidero de noticias, y casi todas tienen un nombre propio, el del caprichoso hijo menor del rey Alberto II, Laurent. La última tuvo lugar en 2011 cuando el príncipe hizo sordos a las advertencias de su padre y se marchó sin permiso a la República Dominicana del Congo para despachar con el presidente Joseph Kabila. El viaje le costó que fuera excluido de todos los actos oficiales de la familia. También la simpática reina de Holanda, Beatriz I, cuyo segundo hijo, Friso de Orange permanece ingresado en un centro en coma profundo víctima de una avalancha en la nieve, ha visto como su sucesor, Guillermo-Alejandro le daba algún que otro disgusto. Su interés por construir una mansión en Mozambique y pagar en un paraíso fiscal desató las críticas en el país. A Guillermo y a Máxima Zorreguieta no les quedó más remedio que renunciar a ella. La reina Margarita II de Dinamarca también ha vivido en los últimos tiempos escándalos menores, como los lamentos del príncipe consorte Enrique al sentirse menospreciado o el divorcio del príncipe Joaquín. En la Casa Real noruega, más allá del pasado de la princesa Mette-Marit, aún está muy presente cómo Martha Luisa, hija del rey Harald V usó su nombre y título para promocionar las giras que realizó con su coro de gospel. v. s. málaga