Por una cadena de casualidades no me encontraba demasiado lejos el día en que Andy Warhol visitó el Prado y salió de allí como un sputnik tras haber comprado algunas tarjetas con reproducciones de cuadros, sin mostrar atención a las grandes obras maestras de la pintura. «Vamos, ya lo he visto todo, es un museo maravilloso», dijo ante los rostros estupefactos del séquito que le acompañaba. Fuera, en el Paseo, se interesó por algunos de los bodegones y los retratos al minuto de los artistas callejeros.

La visita de Warhol a España en 1983, invitado por el galerista Fernando Vijande, que inauguraba su exposición de cuchillos y pistolas, fue un auténtico disparate en plena movida madrileña. Todos, marquesas, millonarios, pititas, pegamoides, querían conocer a aquella especie de Rey Midas que convertía las mayores chorradas en obras de arte para memos hambrientos de modernidad, mostrando, al mismo tiempo, una despreocupación esnob por la estética y un estridente interés por cualquier objeto insulso. Era una pose que mantenía las veinticuatro horas y lo hacía sin despeinarse, con una profesionalidad de marchante digna de encomio mientras su mirada proyectaba los destellos nerviosos de una caja registradora de dinero. Ante tanto papanatas, deslumbraba tanto como su pelucón platino.

Nunca me he sentido atraído por el arte de Warhol. Y tampoco le estoy agradecido por haber intentado como manager un engendro con mi banda guitarrera de rock favorita, The Velvet Underground. No le tengo en cuenta el célebre diseño del plátano, pero sí a Nico que debía haberse limitado a tocar la pandereta mientras Lou Reed cantaba. Sin embargo, hay algo que siempre me ha llamado la atención de Warhol: su singular interés por la comida. A ver si soy capaz de explicárselo, porque no resulta fácil y puede dar lugar a un malentendido.

Warhol (1928-1987) era un perfecto diletante con buena vista para los negocios. A una barra de chocolate entre dos rebanadas de pan blanco lo llamaba pastel y todo el mundo se quedaba tan contento por la genialidad. Luego lo espolvoreaba sobre un lienzo o en una hoja de papel y la máquina registradora se ponía de nuevo a funcionar. Aquello formaba parte de un sentido del humor inexpresivo, glacial, muy valorado. También de la llamada filosofía flip. La verdad es que el mundo siempre ha estado lleno de berzotas.

Cualquier persona con un leve interés en la obra de Warhol conoce la trascendencia en su arte del diseño de los botes de sopa Campbell y las botellas de Coca-Cola. El plátano del llamado Banana Album de Velvet ya lo he citado. Sus más entusiastas admiradores estarán también familiarizados con los paquetes de cereales de Kellogg y su Tunafish Disaster, pintura de 1963, inspirado en una noticia de prensa sobre dos mujeres mayores que murieron por comer atún en lata contaminado. Existe incluso una serie posterior de Warhol con diversas variaciones sobre el cuadro La última cena, de Leonardo da Vinci.

Las referencias a los alimentos en la obra de Warhol durante una primera etapa fueron constantes. Pero eso no quiere decir que existiese una inquietud gourmet en él. En un cortometraje posa comiendo una hamburguesa de modo parsimonioso después de haber impregnado de ketchup el envoltorio. El artista de Pittsburgh era tan inexpresivo frente a la comida como con el humor. De hecho, su interés gastronómico fue decreciendo en la década de los sesenta, en la que rodó algunas de las películas más conocidas por sus seguidores. Para empezar, es posible que los actores de muchas de ellas se alimentasen fundamentalmente de anfetaminas. Eating Too Fast, también conocida por Blow Job 2, trata de otro tipo de comida pero no veo la necesidad de abundar en ello en este tipo de crónicas. Eat (1964) es la única que se centra en la alimentación. Durante sus 45 minutos de silencio glacial, Robert Indiana consume una seta única, y no es precisamente un hongo alucinógeno. Cuando le preguntaron a Warhol por qué la película era tan larga dada la única y paralizante secuencia que contenía, respondió que ese era el tiempo que se tomó el actor para comer la dichosa seta.

Más tarde llegaron los anuncios publicitarios contratados por la cadena de restaurantes Schrafft, que vinieron a significar un viaje por la memoria del helado a través de los colores del arco iris. Warhol ya había experimentado en los cincuenta con un cucurucho de ice cream con la bandera de Estados Unidos.

La publicación gastronómica Lucky Peach incluyó en uno de sus últimos números un largo artículo con todo lo que hay que saber sobre las manías alimentarias de Warhol, su afición a los restaurantes de comida rápida y al azúcar. Lo titulaban Alguien tiene que llevar el bacon a casa, haciendo alusión a una de sus frases favoritas, también relacionadas con la comida, en la que venía a justificar lo que hay que hacer en esta vida para ganarse las lentejas. En resumen, la máquina registradora siempre estaba funcionando.