Verona. Muy cerca del Ponte Pietra, comiendo en compañía de unos amigos, el dueño del pequeño restaurante me preguntó si me gustaba la carne de caballo. Había pedido una tagliatta de fassone, la apreciada vaca piamontesa cuyo origen está en la fusión de una raza autóctona con el cebú paquistaní. Y eso era lo que realmente quería comer. Pero el italiano insistía en el potro. De modo que formuló la pregunta de manera distinta: «¿Come carne cruda?». Respondí aque no tenía ninguna objeción e ipso facto me trajo un antipasto de carpaccio de equino que nunca antes había tenido la oportunidad de probar y que jamás olvidaré. Cuando se acercó nuevamente a la mesa una sonrisa ufana le llegaba de oreja a oreja. El propietario del local había conseguido que comiera caballo y además lo identificara como un bocado de primera.

No voy a reivindicar ahora el dulzor y la ternura de la carne de potro precisamente porque se la vincule al fraude alimentario. Nunca la busqué en las cartas de los restaurantes ni en los mercados; al contrario, de niño huía de los famosos despachos de equino espantado probablemente por la cabeza del caballo de la entrada con que se distinguían del resto de las carnicerías. Aquello era motivo suficiente de inquietud. «¿Qué niño querría comerse los filetes de Silver?».

Silver, en español Plata, era en los tebeos de Novaro el precioso caballo blanco de El Llanero Solitario que se izaba apoyándose en los cuartos traseros. Más tarde cuando ya me había olvidado de identificar a los héroes de la ficción con las chuletas, la carne de caballo había desaparecido del mapa. Nunca representó una opción seria frente a la ternera, el cerdo o el pollo. En Francia, sí, allí se comía equino, pero los franceses, pensé, comen cualquier cosa, potros, ranas y hasta caracoles.

El último fraude alimentario, ya habrán leído de todo acerca de él, mantiene al caballo como chivo expiatorio de una falsificación del producto que se ofrece a los consumidores. Es una nueva versión del gato por liebre, sólo que en este caso el gato es la minusvalorada carne de equino. Minusvalorada injustamente como se encargó de probar con bendita insistencia el italiano del carpaccio de restaurante de Verona.

Si la carne de caballo fue algo que pasó por delante de mí en un momento de la infancia sin que mostrara demasiado interés, no puedo decir lo mismo de otras invitaciones a la vida mucho más novedosas o exóticas. Algunas de ellas aceptadas, casi ninguna declinada, y otras pendientes como los famosos cobos de las minúsculas islas caribeñas de Caicos ¿Han oído alguna vez hablar de los cobos? Bueno, pues son unas cañaíllas como las que se comen habitualmente en Cádiz pero gigantes, ¿qué digo gigantes?, monstruosas. De un tamaño muy superior al de los bulots franceses, las caracolas de los cobos adultos llegan casi a alcanzar la dimensión de aquellos altavoces de los viejos gramófonos de La Voz de su Amo.

La caracola del cobo crece en el sentido de las agujas del reloj y el desarrollo se produce mediante capas de color naranja, creándose el espacio a medida que el cuerpo gana en centímetros. El proceso dura de tres a cuatro años hasta que el molusco alcanza su madurez. En el criadero de Caicos se ha superado de largo el índice de supervivencia de esta especie y la producción rebasa el millón de cobos al año. Para ablandar las piezas más grandes hay que golpearlas antes o después de cocerlas y luego su carne se guisa al curry o se trocea para añadir a las ensaladas, o sirve de condimento a una sopa típica en la región. Siempre he sentido curiosidad por este tipo de moluscos gigantes y nunca he tenido la ocasión de hincarles el diente.

Sí lo hecho más de una vez en Cuba y en Venezuela con las infelices iguanas, que tienen un sabor parecido al del pollo y que necesitan una preparación enchilada, a base de hortalizas y especias, para poder decir que uno ha comido otra cosa diferente que una carne blanca insípida. Lo mismo le ocurre al lagarto de Plasencia, ahora difícil de encontrar; al cocodrilo, que comí en el Caribe o a las enormes ancas de rana que parecían las piernas musculadas de una vedette del Folies Bergere que sirven por aquellas latitudes. Las de Vittel, no, las de Vittel, en la región francesa de los Vosgos son una ancas de rana aristocráticas y de un tamaño razonable.

En el Caribe, comí las huevas de pez volador, riquísimas; el brebaje de musgo marino y las particulares vieiras de El Coche. En Margarita, las manos de lisa engarzadas con las venas del cocotero, el llamado caviar isleño. En el viejo Hong Kong de los británicos, rechacé de manera tajante la oportunidad que se me brindó de comer una de las especialidades locales, los sesos de mono con el mono presente en la mesa. Se puede decir que es mi única renuncia gastronómica, de la que no me arrepentiré.

No le hice ascos, sin embargo, a unos tacos de chapulines (insectos) que me ofrecieron en México D.F., ni al queso podrido italiano, el famoso Casu Marzu, poblado por alguna que otra larva catabolizadora que imprime suavidad. No sé qué haría si me dieran a probar los huevos de pato filipinos incubados hasta que los fetos tiene plumas y que se hierven con ellos dentro. Dicen que son un auténtico manjar. Supongo que daría un paso al frente. Todos figuran entre los productos que se comen más raros, junto al haggis (estómago de oveja relleno de carne, avena y especias) del que ya me he ocupado en otras ocasiones y que es por otro lado el plato nacional escocés, y el famoso pez globo venenoso de los japoneses, prohibido en la Unión Europea y restringido en el propio país del sol naciente por el riesgo que entraña. No hay que fiarse del fugu, el glorioso manjar de los nipones: las sustancias que contiene su piel son más mortales que el cianuro.

El formidable cronista y reportero Abbott Joseph Liebling, autor de Between Meals: An Appetite for Paris, uno de los mejores libros gastronómicos que conozco, dijo en una ocasión que para escribir de comida se requiere tener buen apetito. Esta vez, he de admitirlo, me he referido a apetitos a prueba de bomba.