En los años treinta del siglo pasado, a propósito de ciertos efectos sociales del cine y la radio, el filósofo Walter Benjamin formuló la idea de «estetización de la política». Con ello no se refería solo a lo evidente, el diseño artístico de desfiles y la exhibición fascinadora del poder. El énfasis estaba puesto en otro lugar. La estetización de la política era una forma sofisticada de ficción: la ilusión de participación. Allí donde la gente parecería haberse convertido en protagonista, en el fondo habría sido reducida a una completa pasividad.

¿Nos sirve hoy el análisis de Benjamin? Para responder habría que preguntarse si la televisión e internet pueden fortalecer este comportamiento político. En tanto telespectadores o cibernautas tendemos a olvidar la pasividad y el aislamiento que impone este modo de acceder al espacio público. La famosa «sociedad del espectáculo» denunciada por Guy Debord en los años sesenta, es la descripción de un abismo entre los individuos. La muchedumbre de aislados restablece su vínculo, de forma ficticia o como sucedáneo, a través de la pantalla.

Cambios

Hoy la crisis abre la necesidad de cambios. La política parece reanimarse. Por eso aumentan las posibilidades de su estetización, de por sí ya frecuentes y normalizadas. Puede verse en las identificaciones con los líderes mediáticos. En tanto espectadores proyectamos en su figura la capacidad de expresión y acción, pero por lo general soslayamos las limitaciones en que tiende a instalarnos el régimen de la pantalla.

La identificación del espectador se asegura gracias a explicaciones muy simples de la crisis. Los medios, de por sí, tienden a marginar la complejidad. Frente al caos se precisa un orden rápido y nítido. Hay dos grandes relatos predominantes. Los dos, enormemente reduccionistas y montados con eslóganes. El primero, un mantra oficial, consiste en repetir que los ciudadanos deben pagar la culpa y la deuda por haber vivido por encima de sus posibilidades. La oscura lógica del sacrificio sigue un modelo irracional, la fe en la economía como destino. Así, con un mito arcaico, se intenta justificar el sufrimiento humano.

La segunda gran explicación, supuestamente crítica, atribuye la responsabilidad de la crisis a un abstracto grupo de banqueros y políticos malvados. Se obvia que estamos insertos en una estructura económica basada en la competición de todos contra todos, una cultura de la insolidaridad consumista que contribuye a la miseria global, y sobre todo, un fetichismo del crecimiento que determina las relaciones sociales y la agresión a la naturaleza. La crisis no puede explicarse recurriendo únicamente a la corrupción. Su origen es indiscernible de la historia y el funcionamiento del capitalismo global. Sin embargo, frente a ello, todos los males quedan perfectamente explicados gracias a la división maniquea entre una inasible pandilla de ladrones y el mayoritario pueblo bueno e inocente. Karl Marx, en cambio, hablaba por algo del «capital en nosotros». Esto no quiere decir que realmente no haya víctimas. Sino que esa forma de homogeneización puede ser tremendamente injusta con los individuos y, a la larga, ocultar las razones sistémicas de la crisis capitalista. Se haga con los de arriba o con los de fuera, hay que desenmascarar la búsqueda de chivos expiatorios. La cohesión de grupo basada en el enemigo común puede convertirse en una nefasta máquina de exclusión.

No es casualidad que la retórica de la política estetizada insista en la capacidad o la voluntad. El pensamiento positivo o mágico anda cerca. De pronto, los individuos pueden hacerlo todo. Basta visualizarlo, como en una pantalla. Es precisamente en ese contexto donde se potencia el sueño de la ciberdemocracia. La asamblea de cibernautas aparece como el mito de una participación sin obstáculos, incluso sin cuerpos y, por tanto, sin interlocutores reales. La instantaneidad anula el tiempo y el monitor liquida el espacio. Pero sucede que tiempo y espacio son las condiciones de toda experiencia. Sin ellos, mantendremos poco más que un monólogo. Hay una confianza ciega en que, como por abracadabra, las tecnologías de la información van a significar más democracia.

Ahora bien, el desahogo de opiniones en foros de internet no es lo mismo que la deliberación política. Ésta implica la escucha y la transformación mutua de posiciones previas. La democracia digital parece ser la solución errónea al problema de haber convertido al ciudadano en consumidor. Pues en el fondo podría no ser otra cosa que reducción de la democracia a elección consumista.

¿El espacio público se agota en la pantalla? ¿La misma contemplación del espectáculo gestionado por la industria del ocio puede convertirse en el horizonte de un gran cambio histórico, una sociedad más justa y democrática? Como mínimo habría que empezar a preguntarse sobre ello.