Para apreciar algunas bebidas alcohólicas se requieren ciertas dosis de romanticismo. La historia puede aportarlas en el caso de la ginebra, que inventaron los holandeses y llegó a Inglaterra gracias a unas tropas ebrias y rendidas, que primero se habían enamorado de ella. Como cuenta la escritora norteamericana Lesley Jacobs Solmonson, con más de quince años de experiencia al servicio de los secretos del mundo líquido, fue Robert Dudley, primer conde de Leicester, quien indirectamente introdujo la bebida. Ferviente protestante, encabezó la expedición militar a los Países Bajos coincidiendo con que los holandeses que se habían rebelado en 1585 contra el dominio de la Casa de Austria. Cualquiera podría decir que falló como comandante militar mientras los hombres a su mando se estrellaban contra la poderosísima Armada española o desertaban. Sin embargo, los borrachos ingleses le estarán agradecidos de por vida porque de haber resultado un éxito la guerra probablemente jamás habrían conocido la jenever, que llegó a las Islas en cantidades industriales y nadando en toneles. Años más tarde, en el siguiente siglo, durante el conflicto bélico de los Treinta Años, las tropas inglesas ya no huían cargadas con la ginebra, simplemente la bebían y regresaban con mayores bríos al combate. El licor obtendría enseguida un sobrenombre apropiado para sus virtudes combativas: coraje holandés.

Mi aprecio por la ginebra, una bebida de extremada pureza, perfumada con bayas de enebro y otros componentes de origen botánico, va afortunadamente en retroceso. Todo lo contrario de lo que ocurre en España, que ofrece las mayores cifras de consumo de la Europa continental, y a la que en el mercado mundial sólo supera Filipinas. Larios, la conocida marca malagueña que encumbró la ginebra con cola, ocupa un cuarto lugar en las ventas de todo el globo. En Menorca, se sigue elaborando Gin Xoriguer, con denominación de origen mahonesa y vestigio de un viejo pasado británico. Y González Byass se encarga de comercializar The London Nº 1, azul y gratamente aromatizada, y una hermana pequeñita llamada Mom. Se podría, en términos generales, decir que España es un paraíso del gin tonic por la apetencia alcohólica de sus vecinos.

Pero si algo tiene la ginebra para mí que la hace especial con respecto a otras bebidas es la facilidad con que mezcla. He pasado de largo por la tónica, no hablaré esta vez del negroni y del singapur, dos cócteles interesantes, me referiré simplemente al dry martini, que es la esencia de todo.

El martini dry es un cóctel sutil, potente y maravilloso. Insuperable cuando las medidas respetan su condición básica: un trallazo frío y fulminante de buena ginebra, un leve golpe de vermut seco, apenas una insinuación, corteza (twist) de limón y una aceituna. Los ingredientes es necesario agitarlos con hielo cinco veces en una dirección y otras tantas en la inversa.

Y ahora viene el objeto de la discusión. ¿Coctelera o vaso mezclador?, ¿agitado o simplemente revuelto? A gusto de James Bond, ya saben, agitado, a fin de que el hielo rompa sin derretirse y reparta mejor el frío en la copa. «Shaken, not stirred». El célebre personaje de Ian Fleming prefería el vodka a la ginebra como ingrediente alcohólico principal; de esa manera se popularizó el vodkatini. Sin embargo, comparándola con la ginebra, el vodka es un alcohol menor, para ser sincero con cierto sabor a desagüe atascado.

Discutible

Todo es discutible en el martini. Hasta el nombre del cóctel, que se ha relacionado con el vermú seco de Martini y Rossi, y, sin embargo, fue ideado en la primera década del siglo XX por un barman llamado Martini, del hotel Knickerbocker, de Nueva York, para uno de sus parroquianos más ilustres, John D. Rockefeller.

El vermut -Martini Extra Dry o Noilly Prat, tanto da-, se ha convertido en la anécdota. Aunque aporta una gota de sutileza al famoso cóctel no deja de ser la sombra de la ginebra. Luis Buñuel dejó su testimonio acerca de este combinado en la biografía El último suspiro. «Básicamente se compone de ginebra y de unas gotas de vermut. Los buenos catadores que toman el martini muy seco, incluso han llegado a decir que basta con dejar que un rayo de sol pase a través de una botella de Noilly Prat antes de dar en la copa de ginebra». Otros se limitan a rociar los cubos de hielo con el vermut.

Pero la sentencia verdaderamente maximalista acerca de la utilización del vermut en el combinado pertenece a otro de sus devotos: Winston Churchill. Para el expremier británico, la fórmula acertada consistía en combinar la ginebra, Gordon´s o Boodles, con el hielo mientras la botella de Noilly Prat observa desde el otro lado de la habitación, from across the room.

John Doxat, experto en este combinado, acepta que la esencia del dry martini es su sequedad, como el nombre indica. Cree que una proporción de uno a siete, vermut / ginebra es la más adecuada. Hemingway defendía las quince partes de ginebra por una de vermut, en homenaje a la teoría del mariscal Montgomery de que no había que entrar en combate hasta tener una superioridad así sobre los alemanes. Resulta complicado incluso hacer dos martini seguidos y que sepan igual, no ya por la proporción, sino por el grado de agitación o la misma temperatura.

Hielos

La temperatura es fundamental. Por eso hace falta agitar bien los ingredientes y utilizar hielos rocosos con el fin de evitar que el cóctel se empape de agua. «No hay nada peor que un martini mojado», decía Buñuel. El cineasta aragonés se preocupaba de poner un día antes en la nevera la ginebra, las copas y la coctelera. El escritor Kingsley Amis, uno de los borrachos más ilustres de todos los tiempos, recurría a una fórmula más sencilla. Guardaba en algún lugar del congelador una botella de ginebra y una copa de vino medio llena de agua helando. En la hora de la verdad, Amis llenaba hasta arriba la copa con ginebra, agregaba unas gotas de vermut y unas cebollitas de cóctel. ¿Para qué complicarse la vida?

Amis contó en Everyday´s Drinking, su auténtica biblia de mano sobre el alcohol, un chisme que me viene a la cabeza con frecuencia. La triste historia de un tipo en Nueva York que apostó a que podía beberse quince martinis dobles en una hora. Ganó, embolsó su dinero, pero al cabo de un minuto cayó muerto al suelo desde su taburete. Como recordaba el propio autor de La suerte de Jim, se trata de un récord que no es necesario batir. Se trata, como escribió el periodista de sociedad Henry Louis Mencken, del «único invento americano tan perfecto como el soneto». Pero tampoco hace falta manifestarle con exceso suicida el amor que aquellos soldados ingleses manifestaban por la jenever holandesa cada vez que libraban sus combates.