Los estados de ansiedad que genera la alta cocina se repiten más que la cebolla y de manera bastante más trágica. El chef franco-suizo Benoit Viollier tenía 44 años, 54 empleados y tres meses de reservas por adelantado en su restaurante Hôtel de la Ville, en los aledaños de Lausana, cuando decidió quitarse la vida a principios de esta semana. El año pasado, el Ministerio del Exterior de Francia y el patronato de turismo habían considerado a su cocina, en uno de esos rankings que siempre despiertan sospechas, la mejor del mundo. Aparentemente se trataba de un hombre tranquilo y felizmente casado con su mujer, Briggite, padre de un hijo, Romain; y sus platos de caza despertaban entre la clientela las sensaciones más dichosas. A simple vista era una referencia del éxito, sin la necesidad de tener que subirse por las paredes como algunos otros colegas de profesión aficionados al circo. La única pista que dejó tras de sí, Viollier era el afán de perfeccionamiento que lo llevaba a ser cada día más exigente consigo mismo.

Con el cocinero vasco Aitor Basabe, cuyo cuerpo fue encontrado en un bosque en Llanes (Asturias), el pasado mes de diciembre, se valoró desde el principio la hipótesis del suicidio. Según quienes lo trataron, era un buen tipo que había buscado en sus menús fórmulas para proteger el corazón. El suyo, en cualquier caso, dejó de latir en circunstancias que por el momento no se han aclarado. El suicidio en Chicago, no hace todavía un año, de Homaro Cantu, propietario del restaurante Moto y durante un tiempo uno de los representantes de la vanguardia culinaria en Estados Unidos, arrastraba, según parece, una difícil situación económica debido a la deuda que le demandaba un socio inversor por considerar que no había repartido suficientes beneficios con él. Cantu era un enamorado de la tecnología, causaba impresión con sus hamburguesas de papel con sabor a mostaza, o la uva de gas, que preparaba con la ayuda de un sifón. Como existe un móvil vinculado al dinero no se puede decir que haya sido nada de esto lo que finalmente le llevase a la depresión que le costó la vida. Cuando se ahorcó en la cervecería artesanal que él mismo había fundado, tenía sólo 38 años.

Antes de establecerse por su cuenta, Cantu había trabajado con Charlie Trotter, el chef de Chicago, que también dejó este mundo por voluntad propia, en otoño de 2013. Tenía 54 años, pionero de la vanguardia, fue encontrado muerto en su casa de Chicago. El corazón le explotó como si se tratase de una bomba activada: sobrecarga anímica como consecuencia de un fuerte estrés que jamás, al parecer, le abandonó. En agosto de 2012 el chef había cerrado su restaurante de la ciudad del viento que llevaba 25 años en activo y tenía dos estrellas Michelin, para dedicarse a viajar y a estudiar. Él mismo así lo había contado para disipar los rumores de que estaba molesto al no haber recibido las tres estrellas que uno de sus pupilos, Grant Achatz, en cambio, sí había logrado. Achatz, por fortuna para él y sus adeptos, sigue haciendo soplar burbujas de helio a los comensales.

Origen

El lado trágico de la alta cocina tiene su origen en la historia desde que François Vatel, cocinero del príncipe de Condé, se echó sobre su espada ante la probabilidad de que el pescado no llegara a tiempo para el banquete que preparaba en honor de Luis XIV. Conviene recordar que el pescado apareció poco después, cuando el chef ya se había ido al otro barrio. Entre los suicidios más sonados está el de Bernard Loiseau, chef del Côte d´Or, que aparentemente se quitó la vida en 2003 por haber bajado dos puntos en la guía Gault Millau y el temor a perder una de sus estrellas. Su mujer no dejó un solo día de culpar por ello a los críticos gastronómicos, en particular, y a la prensa, en su conjunto. Años antes, en 1966, el cocinero parisino Alain Zick se había pegado un tiro tras enterarse de la pérdida de una estrella de las que otorga Michelin.

La crónica negra de la cocina no se queda en los trágicos suicidios, por más que estos se hayan prodigado en circunstancias relacionadas con la profesión. Hay otros percances que contribuyen a arrojar cierta literatura sobre el asunto. En 1999 los británicos Marco Pierre White y Nico Ladenis, en medio de una crisis de nervios, renunciaron al estrellato Michelin al no poder soportar las exigencias requeridas para mantenerse en él; Marc Meneau perdió su estrella en 2000 y a raíz de ello tuvo una fuerte depresión. Gerard Besson sufrió un infarto en 2003 cuando le quitaron una de las suyas. René Jugy-Berges, del restaurante provenzal Le Relais Sainte Victoire, de Beaurecueil, la devolvió por el estrés y la angustia que le producía. En 2009, Marc Veyrat, patrón de L´Auberge de L´Eridan, prescindió de su tríada. El chef Gualterio Marchesi, el primero en Italia en obtener tres estrellas Michelin, también renunció a ellas, igual que el francés Jean-Paul Lacombe.

Exigencia extrema

La batalla de la salud contra la exigencia extrema de la alta cocina empezó a librarla con cierta razón Alain Senderens cuando se decidió a despojarse de las condecoraciones y tirar por la calle del medio. Con tres estrellas de la guía roja y leyenda durante veinte años al frente del lujoso restaurante Lucas Carton, de París, transformó en 2005 su templo gastronómico en una sencilla y popular brasserie. Ferran Adrià aprovechó entonces para asegurar que él también se retiraría, no a los 65, como Senderens, sino a los 45.

Senderens estaba hasta el gorro de los costes elevados de mantener abierto un restaurante en el centro parisino: de verse obligado a cobrar de trescientos a cuatrocientos euros el menú, de la pérdida de clientela precisamente por ese motivo y de la insoportable presión de las guías gastronómicas. «La alta cocina tiene más de teatro que de realidad», dijo un mes antes de pegar el portazo. El caso de Senderens no es único. Joël Robuchon, que en los noventa fue considerado el mejor chef del mundo, anunció a finales de esa década el cierre de su local de París para dedicarse a las asesorías, un negocio bastante más lucrativo, que han emprendido no pocos cocineros de élite. Acto seguido abrió L´Atelier, con muchas menos pretensiones y presiones. Y, sobre todo, unos costes menores.

Por qué se suicidan los chefs sigue siendo una pregunta con demasiadas respuestas. El mediático excocinero Anthony Bourdain lo explicó a su manera: «La cocina profesional es dura. Causa estragos en la mente y en el cuerpo. Los sibaritas acérrimos se quejan de que el chef transmite una imagen falsa, pero yo los invito a que intenten trabajar en un puesto de salteados durante seis turnos a la semana con cuarenta y cinco tacos. Los chefs que siguen haciendo eso después de los cincuenta no tienen mucha más esperanza de vida»