Unas 20.000 personas se han dado cita para escuchar a Donald Trump. Los letreros que se elevan al cielo no dejan lugar a dudas: «La mayoría silenciosa está con Trump». Antes de que tomara la palabra, ya había hablado un sacerdote fanático. Con voz temblorosa se prestó a ofrecer los sacrificios a la divinidad: «Esta noche comparecemos ante ti, oh señor, para darte las gracias por tener a Donald Trump».

Después del clérigo, subió al escenario una de estas mujeres despiadadamente locas que sólo existen en Estados Unidos. Vestida como un putón verbenero, pero más conservadora que Rouco Varela. Sólo podía haber dos razones por las que la gente estaría aquí. «O queréis que Estados Unidos vuelva a ser ejemplo de prodigio, o bien queréis sentir en vuestro cuerpo el fenómeno Trump», explica exaltada. Su discurso acaba con una promesa: «El año 2016 será más histórico que el triunfo de Barack Obama». Visto desde fuera es fácil asociar tanto aplauso a un descuelgue cerebral, pero en realidad sólo es una introducción a la que está por venir. Cuando Trump sube al escenario la mayoría silenciosa pone en peligro la estabilidad auditiva. ¿Qué falta aquí? «¡El teleprompter!», grita Trump justo después de colocarse ya frente al atril.

Cualquiera que haya visto alguna vez un capítulo de House of Cards sabe que este aparato electrónico es al político americano lo que la botella de oxígeno para el buzo. Trump señala. Primero, al vacío a su izquierda. Después, al de su derecha. «No queremos teleprompter», exclama el magnate. Convertida en imagen icónica, la ausencia del teleprompter se celebra como una supuesta liberación del país.

Su falta encarna para Trump la nueva emancipación del país, en la que nadie le dicta al candidato republicano lo que tiene que decir. Sabe que millones de americanos le han declarado la guerra a la clase política y que, en cierto modo, esta guerra también tiene algo que ver con los teleprompter. Encarnan lo falso, la escenificación, la hipocresía de la política y, en última instancia, la dependencia de otros. Trump, si por algo destaca, es por un poder lupino para lo simbólico y para resaltar las debilidades de sus contendientes. Desde hace meses, está logrando retratarlos como marionetas con una dependencia extrema: de donaciones por un lado y de un ejército de asesores por otro. Todo lo que en última instancia se engloba en Estados Unidos bajo el término de establishment. De marcada connotación negativa, Trump sale adelante sin todo esto.

Narcisismo country

«Todo sería mucho más fácil con un teleprompter», insiste. A lo largo de su discurso habrá pronunciado la palabra teleprompter unas 23 veces. «Me pasaría una hora leyendo y vosotros os quedaríais dormidos». De esta manera, sin embargo, sólo vive de los impulsos que le vienen a la cabeza. La mayoría de las veces para explicar lo encantando que está consigo mismo. Lo único parecido a un hilo conductor son las encuestas. Cuando se queda estancado, hace referencia a los últimos sondeos y como éstos presagian su ascenso a los cielos. Es verdad que son esperanzadores, lo que significa a su vez que son perturbadores para el resto del país. Puede que en algún momento la candidatura de Trump se haya recibido hasta como broma que hacía gracia. El arrebato fanfarrón de un multimillonario con demasiado tiempo libre. Ya no se ríe nadie porque, a cada disparate que suelta, parece hacerse más fuerte.

Pase lo que pase, Trump ya ha logrado dinamitar todas las reglas que hasta el momento decidían sobre los éxitos y triunfos en la política americana. Hasta el punto de apurar que sería capaz de pasarse por la piedra la vida de alguien en plena Quinta Avenida de Nueva York sin tener que pagar un coste electoral. Que esto pueda ser incluso cierto, sirve para tomarle el pulso al estado actual de una nación. A la mentalidad de su gente y a la cultura democrática y política que respira, al mismo tiempo que levanta una serie de razonadas dudas. ¿Qué ha pasado con un país que se lanza a los brazos de alguien que luce semejante peinado inquietante? ¿De verdad, después de Harry S. Truman, Dwight D. Eisenhower y John F. Kennedy, defacto Donald J. Trump podría pasar a engrosar los libros de historia? Nunca antes un nombre había sido tan poco presidenciable. Si finalmente no se convierte en el candidato de su partido, habrá radicalizado tanto el mensaje, que se hace muy difícil pensar que Hillary Clinton no se siente en el Despacho Oval.

El programa electoral de Trump, si es que merece ser llamado así, es exiguo y se asume como sacado de un panfleto del Ku Klux Klan. Hay dos ejes fundamentales en torno a los que pivota su proyecto político: primero, levantar una pared entre Estados Unidos y México, de magnitudes similares a la muralla China. Segundo, echar del país a todos los inmigrantes ilegales en pocos días. Los latinos, según su concepción del mundo, o son vendedores de droga o son violadores. No hay otra alternativa posible.

Insultar a inmigrantes conecta incluso mejor que lo del teleprompter. La carrera de Trump por la Casa Blanca irrumpe en un clima de odio y desconfianza hacia el establishment en Washington. El protagonista se alimenta de esto como una mantis y así seguirá hablando de ecologistas lunáticos, de feministas exaltadas y de lobbistas homosexuales que se han hecho con el control de Estados Unidos para sumergir al país en una espiral de decadencia. La falta de recursos y lo políticamente correcto son, según Trump, lo que le impide a los demás candidatos denunciar la verdadera situación de la nación y les convierte en líderes débiles.

El primer revés, sin embargo, vino para Trump antes de lo esperado. En los caucus de Iowa se vio doblegado. Quizá nunca habría pensado que alguien apellidado Cruz podría estar por encima de él. «Nadie recordará a los que quedan en el segundo puesto», aseguró cuando empezó en esto.