La evocación culinaria no exige un escenario palaciego para interpretar su papel. Sirve una caldereta de pescado de marisco en una simple posada de Nueva Inglaterra. En la literatura han sido y son muchos los autores que han tratado de captar la esencia de las más memorables comidas de la vida. Pero pocos de ellos superan las descripciones culinarias de Herman Melville: en concreto las marmitas que aguardan a Ismael y Queequeg, especialidad de Hosea Hussey, primo del dueño de la Posada del Chorro.

Obviamente, desconozco si han leído Moby Dick, si no lo han hecho da igual desde el punto de vista del menú que vamos a compartir, pero si hablamos del equipaje de sensaciones literarias que uno tiene que cargar en esta vida les recomendaría que lo hicieran porque se trata probablemente de una de las novelas que uno no debería perderse por nada del mundo.

En el capítulo quince de la memorable novela ballenera, los arponeros, antes de emprender la travesía, se enfrentan en Nantucket al misterio humeante que Melville por boca de Ismael describe de la siguiente manera: «¡Oh, dulces amigos, prestadme oídos! Estaba hecho de pequeñas almejas jugosas, apenas mayores que avellanas, mezcladas con galleta de barco machacada y cerdo salado cortado en pequeños copos, todo ello enriquecido con manteca y abundantemente sazonado con pimienta y sal».

Se trata del clam chowder, uno de los guisos marineros más populares de la costa este de Estados Unidos. Lleva cebolla cortada en cubos, patatas también picadas de la misma manera, almejas, longaniza portuguesa (lingu?ica), mazorcas de maíz, tomillo, cayenas y pimienta negra, además de algo de harina para engordar el potaje, perejil, leche, nata líquida y galletas de ostras. Las mismas galletas con sabor amariscado que recuerdo comí en un restaurante marinero en Plymouth (Massachusetts) arropando la salsa con gambas del lenguado que me ofrecieron después de la marmita de almejas, y mientras contemplaba a lo lejos el vuelo rasante de las gaviotas bombardeando a los turistas que se acercaban a merodear en las inmediaciones de la réplica atracada del Mayflower, el barco de los padres peregrinos, en el Plantantion. Recuerdo ese viaje, en particular, hace ya años, porque fue precisamente en él cuando leí por primera vez la versión íntegra de la novela de Melville. Antes de ello me había conformado con la narración reducida e ilustrada, que había publicado la colección juvenil Historias, de la editorial Bruguera.

Otra de las particularidades de los chowder, sopas espesas que por lo general se cocinan con leche, bacon, cebolla y patatas, es la abundante porción de mantequilla. La mantequilla, a su vez, suele ser habitual acompañando a las almejas al vapor (steam clams) que se sirven en Nueva Inglaterra y en muchos otros lugares de la Costa Este. Las littlenecks, como acostumbran a llamarlas en Massachussetts, de carne fina y concha entre blanca y parduzca, se comen con un chorro de manteca derretida por encima.

Producto del cerdo

La costumbre de incorporar salchichas, bacon, o cualquier otro producto del cerdo en los potajes marineros estoy por apostar que proviene de Portugal que mantuvo durante décadas una fuerte inmigración en los estados de Nueva Inglaterra. El cerdo acompaña con frecuencia a las almejas en muchos platos tradicionales del Alentejo. La lingu?ica, a su vez, delata a los inmigrantes portugueses, que en un primer momento encontraron en el mar la forma de ganarse la vida. Seguir sus huellas en Nantucket, el Cape Cod o el mismísimo Boston no resulta difícil pese a los años que han transcurrido desde las grandes oleadas migratorias. Los arponeros de Moby Dick se despiden de la fonda de Hosea Hussey incorporando a su dieta bacalao, vaya qué casualidad, y unos arenques ahumados.

Algunos chowder americanos incluyen trozos de anguila que refuerzan el guiso ofreciendo otra perspectiva de él no menos interesante. Me recuerdan la chaudrée, típica de Fouras, en la Charente Marítima. La chaudrée se cocina con congrio cuando no puede llevar anguila, lenguados pequeños, rayas cortadas a trozos y jibiones despojados de su tinta. Su preparación es muy sencilla. Los pescados se ponen en una olla grande con dientes de ajo, un bouquet de hierbas aromáticas (perejil, tomillo, laurel, romero, sal y pimienta). Se vierte encima de todo ello una botella de vino blanco y, si es necesario, agua hasta cubrirlo. Se lleva a ebullición , después se reduce el fuego y se deja cocer de veinte a veinticinco minutos. Una vez listo se aparta el ramillete de hierbas y se sirve acompañado de la excepcional mantequilla de la región y de pan moreno. No supera a la universal bullabesa, de inspiración mediterránea, pero es uno de esos guisos marineros atlánticos que uno siempre estaría decidido a comer en cualquier lugar donde estén dispuestos a cocinarlo como es debido y con los pescados adecuados y en su punto óptimo de frescura. Mejor con anguila que con congrio. Como una de esa fenomenales caldeiradas gallegas aunque renunciando al pimentón, por supuesto.