Cuando Ferran Centelles, uno de los sumilleres de El Bulli y responsable de su carta de vinos buena parte del período que abarca de 1999 a 2011, visitó en Tokio el mítico y diminuto restaurante Mibu se encontró con la sorpresa de que no había con la comida ningún vino con la excepción de sake. Y que el sake que se iba a servir acompañando los delicados platos del distinguido menú kaiseki iba a ser sólo de un tipo. La señora Ishida le explicó entonces que no había motivos para sentirse preocupado por ello ya que la infusión de arroz alcohólica preferida por los japoneses se iría adaptando a las distintas elaboraciones de la comida. Mucho después de aquel viaje, por un libro de la periodista y crítica gastronómica coreana Jeannie Cho Lee, Versatile wines, se enteraría de que la versatilidad de los vinos es un factor determinante de los maridajes en Asia. Se trataba, cuenta Centelles, de una reflexión sencilla: «En Asia, una comida típica familiar consiste en un bol de arroz acompañado de diferentes platillos». Pueden ser hasta veinte distintos. Imagínense la complicación de descorchar atendiendo la afinidad o el contraste con tanto sabor disperso. Mayor alboroto si cabe que el que provocan, por regla general, los menús largos de supuesta alta cocina de algunos restaurantes occidentales, que afortunadamente ya empiezan a darse por enterados del agobio que supone para el comensal tanto plato.

El sake es una bebida versátil, del mismo modo que sucede con nuestro jerez que, además de ello, presenta tanta variedad de palos que resulta imposible no acoplarse en distintas preparaciones o sabores. O la versatilidad que siempre se le ha concedido al champaña o al cava, que de tantos aprietos nos han sacado a los que no nos resulta especialmente cómodo sentarnos a la mesa y exponernos al riesgo de abrir más de un par de botellas distintas. Una preocupación que sólo se disipa y si no hay remedio en manos de un sumiller de confianza, en determinadas circunstancias. El hecho de que los grandes restaurantes puedan contar con los servicios de uno o más de uno no me tranquiliza especialmente. He aprendido en quién hay que confiar y en quién no.

¿Qué vino con este pato?, de Ferran Centelles, además de algo caótico y divertido de leer, es también un libro esencial para aprender ciertas cosas sobre los maridajes de la comida con el vino. Soy de los que piensa que con los años, la afición y habiéndose rascado el bolsillo de vez en cuando uno ya ha aprendido todo sobre lo que quiere beber con esta comida, la otra y la demás allá. Es importante, también, si alguien no lo ha hecho, acostumbrarse a educar el paladar, probando, sin miedo a equivocarse. Centelles, que en la actualidad trabaja como especialista de vinos para la crítica británica Jancis Robinson, recuerda algunas de las normas aceptadas a finales del siglo XIX y principios del XX para servir el vino y la relación de éste con las viandas, de las que felizmente nos hemos ido desentendiendo con el tiempo. Por ejemplo, que ningún gran generoso dulce blanco se puede servir con las carnes rojas o la caza, que ningún gran vino tinto puede acompañar pescados, crustáceos o moluscos, a no ser que éstos estén cocinados con una salsa preparada con vino tinto; que hay que separar los vinos distintos con un trago de agua; que los vinos deben servirse de menor a mayor graduación alcohólica; que los blancos preceden a los tintos, o los vinos ligeros a los robustos. Juan Luis García, sumiller de Casa Marcial (La Salgar), sabe en determinadas circunstancias demostrar, por ejemplo, cómo se puede empezar una comida con una royal de liebre y un Viña Real reserva de 1991, y concluirla con una ostra con remolacha y jugo de becada acompañada de un albariño de Zárate (Tras da Viña).

El clasicismo por afinidad en los maridajes sigue estando, no obstante, muy extendido. Hay muchas combinaciones, algunas de ellas especialmente consolidadas, como son las ostras y el muscadet o el chablis, el foiegras con sauternes, el queso Stilton con oporto, el cordero lechal al horno con tempranillo o tinta del país de Ribera del Duero, el jamón ibérico con jerez, fino o amontillado. En fin. Y también hay otras que nacen de ciertas creencias y tradiciones y que resultan un disparate, por no decir salvajes. Dos ejemplos, la fabada o el cabrales con la sidra. Otro, la mayor parte de los quesos que se beben con tintos, cuando en realidad son contados los que armonizan bien con el queso que, por lo general, se encuentra mucho más a gusto en compañía de los blancos y de los generosos. Luego también hay que saber elegir los vinos que sirven para comer, porque no todos lo hacen. De unos años hasta aquí ha existido cierta afición en España por los vinos apropiados para la cata, de concentración saciante, insufribles para beber comiendo. Algo de acidez y de ligereza le vienen mucho mejor a la mayoría de los platos.

Pero no hay que hacer norma de todo. Versatilidad y flexibilidad, contando que en un pescado lo que debe importar no es el simple hecho de serlo, sino cómo está preparado, la radicalidad en la elaboración, o si el acompañamiento se hace pensando en la afinidad para asegurar el éxito o en la aventura del contraste. Todo ello, claro, sin extralimitarse: un tinto tánico no se acopla a unas gambas finas de Huelva o a unas ostras al natural. Hay sobradas excepciones, pero también debe existir cierta libertad para saltarse las reglas, sin olvidar que la heterodoxia no tiene por qué ser siempre un plato indigesto propio de tragaldabas sin escrúpulos.

El mundo armónico es muy complejo. Sólo hay que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de ello. La comida no tenía por qué ser una excepción. Aplaudamos la versatilidad del jerez, aunque su potencia en determinadas ocasiones pueda neutralizar sabores. Repito, no hay nada que le vaya mejor a un jamón de bellota -pueden ahorrarse el tintorro- que un fino, o a la comida japonesa ligera para reemplazar al sake. La manzanilla de Sanlúcar liga estupendamente con las frituras de pescado, la mojama, los boquerones en vinagre o el típico salmorejo cordobés. El palo cortado es un compañero fiable para ciertas carnes rojas y también para el cerdo. El amontillado resulta ideal con un rissoto de setas; los olorosos son magníficos con ciertos guisos, como es el caso del rabo de toro o un fricandó; el cream es un sustituto razonable del sauternes cuando se trata de un foie gras de pato o de oca. Y puede que no exista mejor pareja para el chocolate negro que el Pedro Ximénez. El chocolate, así todo, se encuentra entre los productos casi imposible de ligar con el vino. En menor media que los huevos, los limones, los espárragos y las alcachofas para las que Ferran Centelles contempla en su libro cierta excepcionalidad explicativa para combatir la cinarina.