Seguro que resultaría más que difícil persuadir a un nuevo usuario de los comedores sociales medianamente instruido (y ya los hay en abundancia, como encarnación de una novedosa figura histórica: el Nuevo Pobre) de que, incluido su plato de sopa, todo es simulacro y nada más que simulacro. Lo mismo ocurriría con un parado reincidente o de larga duración que alzara el cuello por encima de la ventanilla; o nos bastaría con hacer lo propio con un mileurista (y no digamos un asistido o asistida social medio-mileurista) allá por los días veinte de cada mes: sepa usted que vivimos en la cultura del simulacro. «¡Ah!» En tiempos de posverdades como puños -habrá que empezar a enunciarlas en plural- y de sociedad líquida (le debemos a Zygmunt Bauman el cuño del primer rótulo sociológico sólido, liberado del prefijo post, desde la resaca del Mayo del 68), en la que muchos chapalean por mantener la línea de flotación, y otros -como diría el mago- nadan en la ambulancia, pocos conceptos han quedado tan periclitados, después de haber cundido tan exitosamente, como la noción de simulacro. Pegó fuerte en los años ochenta del siglo pasado, adosado al posmodernismo de su más rutilante teórico y divulgador: el filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard (Reims, 1929 - París, 2007), de cuya muerte acaba de cumplirse un decenio. Es decir: falleció justo un año antes de desatarse la gran crisis planetaria, cuando absolutamente nadie, aunque ahora nos parezca inverosímil, podía prever el tamaño y, sobre todo, la duración de la deflación en todos los ámbitos. Sus tesis nacen, pues, al rebufo de la dilatación de la burbuja (que no fue sólo inmobiliaria) y de la cultura de los bolos y del pelotazo, con gran utilidad para ponderarles las ubres de silicona a las vacas gordas de la época. Con títulos socio-poéticos tan logrados como De la seducción, A la sombra de las mayorías silenciosas o La transparencia del mal, surgen y se desarrollan en los frívolos pero activos y proyectivos y, sobre todo, abundantes, años ochenta. Los epifenómenos no estaban desconectados todavía de los fenómenos (sociales) y la alta cultura dialogaba con la cultura popular. Una cantante tecno-pop un tanto escuchimizada daba ostentosa cuenta de la abundancia: «Cocacola para todos y algo de comer», mientras te espetaba impunemente que «en tu fiesta me colé». Un grupo mexicano hacía lo propio bautizándose Maná (hoy una casa discográfica lo reprobaría por mercadotécnicamente incorrecto). Un cantante doctorado por La Sorbona, que lideraba un grupo de hermoso nombre de galena proyectada hacia el futuro, aseveraba que «tu felicidad depende tan solo de ti», lo cual, proclamarlo hoy, en medio del naufragio, sería casi tan insultante como vociferar otro lema que cundió fuerte en las revistas de la época: «¡Sálvese quien pueda!»... (Hoy se sigue gritando pero en silencio). Y si un grupo de carismáticos celtas alucinados nos advertía con consternación que eran «malos tiempos para la lírica» (hoy lo son, además, para la épica), que en las fiestas sólo había maniquíes refractarios y, sobre todo, que no convenía mirar a los ojos de la gente, pues «dan miedo, siempre mienten», Baudrillard encontraría en todo ese material reciclable el caldo de cultivo idóneo para decretar la fascinación generalizada ante el secuestro de la realidad por los signos, con nocturnidad y alevosía. Empezábamos a vivir para siempre (o lo que era lo mismo: «mientras el cuerpo aguante») en un mundo narcotizado por el narcisismo (tienen la misma raíz etimológica), de «admirados sin admiradores», decía, y mientras tanto, su teoría del simulacro incurría en lo mismo que la mayoría de los intelectuales de moda, cada uno sintomáticamente adosado a un único concepto (Lipovetsky y su «vacío», Finkielkraut y su «desorden», Vattimo y su «pensamiento débil»...): recetar lo mismo que se diagnostica...

Pero no sólo el advenimiento de la posabundancia (¿se dice así en lenguaje políticamente correcto?) ha contribuido al periclitaje de aquella fascinación por la hipertrofia en que nos sumió Jean Baudrillard. Cualquier simulacro -que es algo así como el continente de las simulaciones- precisa de un modelo de referencia a partir del cual se erige en su falseamiento, y eso es lo que hoy, en un mundo centifugado de posverdades y posmentiras (ya les tocará a éstas ser desmentidas cuando haya perspectiva) ya no se da más. Ironías del talento, es como si el propio descrédito y «la hipertrofia de la hipertrofia» decretados por Jean Baudrillard hayan afectado, en última instancia, a las propias tesis de Jean Baudrillard, fagocitándolo en su propia negación, y erigiéndolo en un caso insólito de sociólogo devenido en corriente sociológica. La historia del pensamiento no es justiciera pero, en ocasiones, sí revanchista, y si absolutamente todo es (era) simulacro, resultaba imposible que su propia enunciación del simulacro no lo fuera...

Eso no quita para que siga inquietándonos el vaciado de su respuesta a su última pregunta: «¿Por qué todo no ha desaparecido aún?... Porque si todo es efecto de nuestra ceguera realista, al obtener la vista el panorama se hace irreal»... Se trata de un pensador brillante y muy lúcido, en cualquier caso, que oreó y atravesó como nadie las compuertas de las más variadas disciplinas humanísticas, hasta conformar, incluso, una suerte de poética polítológica y sociológica, y que fue injustamente catalogado por algunos detractores como Bodrio-llard.Imágenes

No son baladíes sus lapidarias imágenes de corte universal y nihilista, como cuando proclama, en La transparencia del mal, que «la imagen de un trabajador sentado en su sillón, en un día de huelga, mirando la pantalla de su televisor nevada, será algún día una de las más poderosas ilustraciones de la antropología del siglo XX». O cuando pronostica, irrefutablemente, que en el devenir de cualquier asunto, micro o macro -ya se trate de una nación, del planeta entero o de una relación amorosa- «cualquier dirección posible es igualmente probable»... Sin embargo, por lo general, Baudrillard resultó más certero, a nuestro juicio, en sus pronósticos de ámbitos muy delimitados, como la pérdida de poder y virtualización de la esfera política o el declive de los medios de comunicación convencionales, que en los soportes de sus propias tesis, en ocasiones acríticas, con tal de que le cuadrara el esquema de las simulaciones y la impostura generalizadas. Pues no es lo mismo el posmodernismo inconformista y crítico de un Lyotard, por ejemplo, o, sobre todo, de un Friedrich Jameson, representante de la izquierda norteamericana, que la devoción por el nuevo desorden de cosas, muchas veces rendida por Baudrillard. No es lo mismo incomodarse o condolerse al observar un signo desajustado, que enunciarlo y servirse de él, como si fuese un producto en oferta de un supermercado, según la expresa crítica de Jameson.

Intelectuales

Bien es verdad que en los tiempos posmodernos de Baudrillard, Le Pen padre, por ejemplo, no era más que una caricatura acorralada, sin la peligrosa emergencia de la hija, y Bush, un domeñable aprendiz de brujo, en comparación con el arrebato omnímodo de Trump, pero eso no quita para que, desde los círculos intelectuales, se le reprobara su temprana mitigación de la frontera entre derecha e izquierda ( «esa falsa oposición no es más que una ilusión óptica», aseguró). Y más aún las tesis de su libelo La Guerra del Golfo no ha tenido lugar, una prueba de su obstinación por defender con las uñas -postizas o no- su teoría del simulacro. En cambio, como apuntábamos, sí resultó certero en sus pronósticos sobre ámbitos muy precisos, como el vaciado del poder político -devenido en «subsidiario de los poderes financieros», señalaba, al punto de que «la esfera política ha sido sustituida por una escenificación de lo político, una interpretación en la que todo el mundo desempeña un papel»- y, mucho más a fondo, sobre el decreciente poder de influencia de los mass-media. Así, en A la sombra de las mayorías silenciosas, donde entona su Réquiem por los media, muestra su escepticismo radical, sin escatimar durísimos varapalos a la «ingenuidad» de quienes abogan por la «transparencia comunicativa» (Jürgen Habermas) y por la «emancipación mediática» (Hans Magnus Enzensberger)». «Los medios practican la abolición del intercambio», catapultaba Baudrillard; y no lo hacen, a su juicio, por algún desajuste por paliar, sino que esa abolición es su misión, «su razón de ser»... ¿Y qué ocurre, entonces, con las masas de receptores? En A la sombra... se muestra más que lapidario al respecto: «Las masas no quieren sentido, sólo quieren espectáculo... No son sujeto ni objeto, sino un referente esponjoso: un agujero negro donde lo social se precipita...».

En sendas entrevistas que le hice para el desaparecido diario El sol, de Madrid, en cursos de verano organizados en El Escorial por Jorge Lozano con él como protagonista, el comunicólogo (quizá sea eso básicamente Jean Baudrillard) no paraba de regalarme titulares y sumarios al respecto, que entonces relucían -todo hay que decirlo- con cierta brillantez petulante, y que hoy son posverdades como puños: «Asistiremos muy pronto al final de la arrogancia de los medios de comunicación de masas»; «Los mass-media hablan en sus propios términos por sus propios términos, y los receptores son unos exotas, que deambulan por ellos a media distancia, como por parajes ajenos y áridos»; «Los medios comunican como cuando decimos que un teléfono esta comunicando...»; «La televisión es una especie de solterona que todo lo engulle mientras nos mira sin vernos», etcétera.

Todo parte, a su juicio, de que «los medios de comunicación, nos mantienen definitivamente alejados de la realidad. Nos hacen permanecer en una especie de ‘mediasfera’, el reino de lo virtual, donde somos los reyes todopoderosos, y sabemos todo cuanto queramos saber, pero, mientras tanto, la realidad se evapora, desaparece por el horizonte de la pantalla»... Pero, lo que «desaparece» y «se «evapora», ¿es «la realidad» o las señales de la realidad?, cabe preguntarse. ¿Es imposible apearse del «reino de lo virtual» y somos de veras en él «reyes todopoderosos»?...

Hipercrítico

En La paradoja del vencido, el también sociólogo y filósofo Martín Santos dedica un capítulo hipercrítico a la fórmula «idealista y vacía» de Baudrillard, cuyo diagnóstico «da por supuesto», señala, que lo que circula entre nosotros ni es el deseo ni la necesidad, sino el intercambio simbólico, un toma y daca más o menos táctico, que además se degrada entrópicamente. Ni pasión ni sangre. Baudrillard draculiza previamente el mundo en que vivimos, y lo deja convertido en una superficie de fascinaciones sin trascendencia». A la postre, «el mismo Baudrillard es uno de esos gadgets que él nos describe, un producto altamente tecnificado, un refinamiento delirante», subraya Martín Santos, para definirlo, justamente, como «un Platón de supermarket», donde la vitrina ha sustituido a la caverna, los signos a las sombras, y en vez de esclavos contempladores de fantasmas se nos describe la existencia de «unas masas sometidas a la fascinación de una información distorsionada».

En conclusión, Baudrillard y el baudrillardismo son más y mejor el diagnóstico de una época que un pronóstico. Las propias críticas del pensador burgalés, también de los años ochenta del siglo pasado, nos resultan hoy mucho más vigentes. Sobre todo, cuando diagnostica: «Después del fracaso del ensayo general de mayo de 1968, los posibles gatos escaldados prefieren la delicia del signo, que ni muerde ni protesta. Una filosofía que legitima la ausencia y la no militancia, máquina platonizante, aséptica, palabrizadora.

No es extraño que los baudrillardistas adoren el supermercado, donde la mercancía olvida su origen y su función y se entrega a la fascinación del signo, y adoren también bares como el Roxy Bar en el Bronx o en Singapur, ¡qué más da!-, donde somos únicamente sombras en una pantalla del vídeo. Pero la perífrasis de esta filosofía no va ahogar el grito que se empeña en seguir surgiendo desde las capas más profundas y ultrasemánticas. El deseo y la protesta contra la estupidez del azar que acosa al hombre siguen vivos. Y seguirán».