Faisán de mar, rey de la mesa y de la Cuaresma, producto de la opulencia, el rodaballo, caro y suculento, apreciado por los grandes y más refinados apetitos desde la Antigüedad, inspira por sus gelatinosos jugos y turgentes carnes mayor número de recetas y preparaciones que cualquier otro pescado. Es, además, como imaginó el desaparecido escritor Günter Grass, el mejor antídoto contra los sueños totalitarios. El porqué está en la propia fábula de Grass, pero antes de nada conviene explicarlo.

El rodaballo, precisamente el título de aquella novela de nueve capítulos, que partía del cuento del escritor romántico Philipp Otto Runge, relata la historia de un pescado parlante de esta especie capturado en la Edad de Piedra. El rodaballo, como recordarán todos los que han leído la novela, le suplica al pescador que le deje en libertad, prometiéndole a cambio que le ayudará a luchar contra el matriarcado imperante. El pez cumple su promesa y los hombres se convierten en los amos de la historia, inventando ídolos como Dios, el progreso o la revolución, que servirán de fundamento a las diferentes formas del totalitarismo. Posteriormente cuando el rodaballo es pescado por tres feministas, la situación se invierte. Pero las mujeres, impacientes por recuperar el poder perdido, caen en los mismos errores de los hombres.

Aún recuerdo aquella proclama reivindicativa de la guisandera del siglo XIX a sus colegas masculinos en la que les reprocha que su cocina durante siglos haya sido un producto de los conventos, de las cortes y de las clases dominantes en cada momento de la historia, en tanto que ellas se han dedicado a saciar las hambres del pueblo. Cuenta cómo fueron servidoras anónimas que no tenían tiempo para las salsas refinadas, nadie había comparable a Brillat-Savarin o a un maître de cuisine. Ellas se dedicaban simplemente a estirar la harina con las bellotas, y discurrían platos con las gachas de avena.

La cocinera rememora a su lejana pariente Amanda Woyke que introdujo la patata en Prusia. «Vosotros, en cambio, sólo habéis inventado siempre cosas extravagantes: perdiz deshuesada a la diplomática, rellena de caza trufada y guarnecida de pastelillos de foie-gras de oca. ¡No, compañeros! Yo estoy con las patas de cerdo con pan moreno y pepinillos en salmuera. Estoy con los baratos riñones de cerdo en salsa de mostaza. ¡Quien no sienta en la boca el sabor histórico del mijo y las gachas de esteba no debe hablar aquí, satisfecho de sí mismo, de parrillas ni salteados!». Mientras, los cocineros, enfadados y picados en su orgullo, les gritaban: «¡Al grano, al grano!». Un rodaballo aristocrático en medio de la discusión social gastronómica de los sexos. Primero, del lado de los hombres, después, de las mujeres. Un testigo incómodo de sus apetitos totalitaristas. Cualquiera de los nombres por los que se conoce al rodaballo guarda sentido. Desde el francés turbot, procedente de una palabra nórdica que hace referencia a esas protuberancias espinosas que le dan aspecto rugosa a su piel. Tan plano como el rémol o coruxo gallego, atlántico, su forma es casi circular, aunque, la observación más detallista nos hace ver los trazos que forman un imperfecto rombo. Por eso en Roma lo bautizaron rhombus y el diccionario de la RAE le dedica una entrada como rombo. Los griegos, con un sentido más poético que geométrico, lo denominaron lira del mar por sus formas, asociándolo para siempre a Apolo.

Realmente es una belleza de pescado, de carne firme y laminada, de una finura excepcional, con grasa que se funde en el jugo de cualquier cocción al horno. El rodaballo salvaje puede llegar a alcanzar los 20 kilos de peso; las piezas más pequeñas, entre uno y dos. Una vez que se ha pescado conviene desangrarlo para evitar los coágulos y mantener su característica blancura. También es conveniente cepillar el moco que lo recubre para evitar sabores indeseables. Y, sobre todo, dejarlo reposar veinticuatro horas antes de cocinarlo. ¿Cómo? Hay un ciento de maneras de disfrutar de un rodaballo. Las piezas de tamaño pequeño o mediano van al horno, enteras, en la turbotière o sobre la misma placa. Prueben a cocinarlo sobre una cama de cebolla en juliana y patatas, después de haberle hecho unas incisiones en la carne para rellenarlas con un aceite de perejil, y rociarlo con la misma emulsión. O a cocerlo a fuego medio, nunca más de 180 grados, pero recubierto, en el tramo final destapado, con un sofrito de cebolla y de tomate, y remojándolo sucesivamente con sus jugos.