En el pentágono amoroso quebrado de El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, emerge de manera melancólica el protagonista de esta historia, cuando Nick observa desde una rendija en el alféizar de la ventana de la cocina a Daisy y a su marido Tom Buchanan sentados a la mesa, uno frente al otro, con un plato de pollo frito frío entre los dos y un par de botellas de cerveza. El adulterio queda en evidencia, al desnudo. Él cubre su mano, ella levanta la vista, lo mira y asiente con la cabeza. «Estaban tristes, y no habían tocado ni el pollo ni la cerveza, pero no se sentían desdichados». Jay Gatsby ha conseguido recuperar el pasado reconquistando a la mujer que amó. Aunque el territorio de la novela de Scott es West Egg, Long Island, el pollo frito del domingo forma parte del legado del sur de Estados Unidos desde hace más de un milenio. Frito y caliente por fuera, jugoso por dentro. Sin embargo, desde el día en que se publicó, en el siglo XIX, la primera receta en el libro de Mary Randolph El ama de casa de Virginia, ningún recetario sureño ofrece la misma fórmula. El plato de las grandes comidas familiares, de los festines rurales, se acabó convirtiendo gracias a la industria del fast food en un producto grasiento muchas veces incomestible. Sin que se haya incorporado del todo a la cocina rápida sucede lo mismo con el castizo pollo frito al ajillo, que pasa a ser una auténtica pesadilla cuando al cocinero se le quema el ajo, algo que ocurre con demasiada frecuencia.

Los cocineros del sur de Estados Unidos discrepan sobre si se debe bañar el pollo en suero de leche antes de freírlo, si hay que empanarlo o rebozarlo con una pasta, si antes de nada se tienen que cortar los trozos pequeños o grandes, o freír a fuego medio o alto. Tampoco hay consenso en si hay que tapar o no la sartén. Uno no encuentra unanimidad en los grandes recetarios americanos para algo tan aparentemente sencillo como es el pollo frito.

Eso sí, existe un principio incuestionable, sartén de hierro y buena grasa -manteca casera, mantequilla batida y algo de jamón ahumado para darle sabor-, que no se debe reciclar bajo ningún concepto. En España, como es natural, lo mejor es utilizar abundante aceite de oliva suave. La fritura requiere espacio, acomodación: los pedazos no deben chocar, y hay que estar atentos al pollo, darle vueltas, dos o tres veces, para conseguir un buen dorado después de haberlo rebozado en abundante harina. Para hacer el pollo frito siempre me he fiado de la receta de Craig Claiborne, sureño de pro y crítico gastronómico legendario del New York Times. El pollo permanece atemperado, troceado y bañado en leche y salsa Tabasco. Luego se espolvorea con harina, sal y pimienta, en una bolsa dándole vueltas, y se fríe en abundante aceite o mantequilla en una sartén por supuesto de hierro.

No voy a negar que en alguna ocasión y hace ya bastantes años frecuenté locales de la cadena Kentucky Fried Chicken del famoso Coronel Sanders. Harlan D. Sanders, con su perilla blanca a lo Buffalo Bill, empezó sirviendo comidas a los viajeros en una estación de servicio. Luego vino el Sanders Café donde popularizó su pollo frito sazonado con una mezcla secreta de hierbas; hoy sus restaurantes forman parte del imperio Pepsi Cola. Un negocio millonario durante décadas a cambio de comida basura.

El pollo, por su dimensión histórica, merecería mejor suerte incluso cuando se fríe. De hecho fue crucial para una parte de la Humanidad. Los pollos que, por ejemplo, salvaron la civilización occidental fueron vistos luchando, según la leyenda, en un lugar de Grecia en la primera década del siglo V a.C. El general ateniense Temístocles, en su camino para hacer frente en Salamina a las fuerzas invasoras persas, se detuvo a ver dos gallos de pelea y, aprovechando la ocasión, convocó a sus tropas para arengarlas: «Éstos no luchan por sus dioses domésticos, por los monumentos de sus antepasados, por la gloria, la libertad o la seguridad de sus hijos, pelean para no ser vencidos y no tener que ceder ante el adversario». La historia no describe suficientemente lo que ocurrió con el perdedor, ni explica por qué los soldados griegos encontraron en esta muestra de la agresión instintiva la inspiración que los hizo invencibles en la batalla. Pero sí que siendo inferiores en número llegaron a repeler a los invasores, preservando la civilización que durante centurias honró a sus inspiradores pollos guisándolos o friéndolos. Si los pollos, en vez de ser unos cabezas huecas, se dedicaran a pensar, seguro que más de uno habría preferido, como lo hicieron sus antepasados, seguir zurrándose en las cunetas antes que ir a parar a la cazuela. O a la freidora.