«Aquí entre la gente yendo y viniendo de la casa a la taberna o al burdel donde los hombres se liberan de los detritus de un gran puerto, me encuentro en la más infinita humildad». Umberto Saba describía de esta manera Trieste, ciudad de mar, que nació como emporio comercial, sede de las grandes compañías aseguradoras y también dotada de una gracia huraña, «la sua scontrosa grazia», y recurría a las cantinas, le osterie y los cafés, sobre todo, para estipular acuerdos y cerrar negocios. Pero, incluso conviviendo con las temperaturas extremas que en ocasiones trae ese viento endemoniado que se llama bora, la comida no era un simple pretexto para ganar dinero, durante siglos jamás ha dejado de ser un compendio originalísimo de diversas tradiciones: hebraicas, venecianas, griegas, austrohúngaras, reminiscentes del Imperio desaparecido, eslavas, friulanas, turcas, etcétera.

Esta koiné culinaria, fruto de la reelaboración de tradiciones absolutamente distintas a lo largo de décadas de historia convulsa ofrece distintos planos gastronómicos: uno campesino y popular, procedente del altiplano cársico y de la vecina Istria; otro más refinada alto burgués heredado de las familias que llegaron a la ciudad con la administración del viejo Imperio, o de los grandes comerciantes griegos, turcos y dálmatas. Un tercero se percibe claramente como fruto del legado de Venecia, propiamente marinero, las frituras de pescado, le sarde in savor, il baccalà mantecato, la utilización de las pasas y de los piñones, y la busara, una salsa rubia marinera con algo de tomate que acompaña a las gambas, mejillones, las almejas, las cigalitas y la pasta bigoli. Y el cuarto, de inspiración internacional y elevado nivel, consistente en los platos que se servían a bordo de los barcos de la compañía del Lloyd austriaco. De este último apenas queda huella en las unificadas cartas de los restaurantes triestinos. Del mismo modo que «la sua scontrosa grazia» hace un tiempo que pasó a mejor vida; la ciudad, actualmente, desprende otro tipo de sensaciones menos sosas. Desconozco todavía si es bueno o malo para los que acudían a Trieste buscando una especie de soledad literaria o el recuerdo de ese tiempo de ayer barrido por la historia.

No se come mal en Trieste si uno sabe elegir. Esto es importante resaltarlo porque no en todos los lugares sucede así, y los hay incluso donde eligiendo es fácil equivocarse. Para refugiarse en la vieja atmósfera aún persiste la humedad de los cafés históricos. Por más de una razón, Trieste fue para el imperio del águila bicéfala y durante algún tiempo una pequeña Viena a orillas del Adriático. De los establecimientos que todavía mantienen esa pátina de la historia entre sus paredes el más famoso es el San Marco, que en 2014 cumplió un siglo de existencia, escenario de la vida artística y literaria de la ciudad, lugar de encuentro de escritores, donde Fulvio Tomizza y Claudio Magris, por poner dos ejemplos, recibían a periodistas y fotógrafos. Tomizza vivía a unos pocos pasos del café que se había convertido para él en una especia de oficina. No ocupaba siempre el mismo tavolino pero tenía preferencia por uno que me gusta recrear. ¿Dónde se sentaban Giovanni Kezich o Giorgio Voghera? Tampoco cuesta imaginarse a Italo Svevo, ni siquiera al personaje de su mejor novela Zeno Cosini, camino del Stella Polare, el café filosófico cerca del gran canal. O al quisquilloso Saba en el desaparecido Tergeste: «Caffè di plebe, dove un dì celavo/la mia faccia, con gioia oggi ti guardo. /El tu concili le’italo e lo slavo/ a tarde notte, lungo il tuo biliardo», escribió. El Tommaseo, cerca del molo Audace, el lugar mágico donde una vez desembarcó la caza torpedos y lanza misiles de la Armada italiana del mismo nombre, todavía ofrece una selección de platos comestibles de la cocina mitteleuropea de Trieste, con un tarta sacher y strudel de manzana a los postres. O el elegante Caffè degli Specchi, de la Piazza Unità. Todos ellos acogieron el clamor de la cháchara de los citados Svevo y Saba, además de otros escritores vinculados a la ciudad: los hermanos Stuparich, Virgilio Giotti, Scipio Slataper, Quarantotti Gambini, Bobi Bazlen y un tal James Joyce. Trieste ha sustituido sus sombras por las esculturas y bustos estratégicamente situados en distintos lugares.

Y con tanta escenografía me he dejado atrás la comida y los restaurantes, que quedan para mejor ocasión.