El otoño trae el erizo de mar que en Asturias se llama, sin paliativos, oricio. Un producto estrella de la estación para apetitos marinos exigentes. Hace ya bastantes años se compraban por sacos, luego empezaron a comerse por docenas y, ahora, como si las razones de la escasez lo sugiriesen, la alta cocina ha encontrado para ellos un refugio donde dosificar sus cremas en combinaciones inteligentes. Pero, aunque culinariamente el oricio sea un portento por sus infinitas posibilidades, su cualidad principal rebosa en la abundancia. Sucede igual con las ostras, que se prestan a acertados gelées, escabeches suaves y tibios, pero como mejor se comen es al natural por docenas, simplemente abiertas apurando los líquidos del mar, igual que si uno se revolviese en la efervescencia de una ola. Es lo que pasa con el sabor yodado, a marisco y alga, incomparable, del oricio, aunque uno siempre se imagine la cara del humano que, seguramente por razones de necesidad, tuvo que llevarse a la boca la primera bola de púas negras sin saber exactamente lo que había en su interior.

El erizo de mar se desplaza lentamente, usando sus espinas ondulantes, por los fondos rocosos con sus pies ambulacrales y se protege emboscado en piedras y algas de las que también se nutre. Su carne es tan golosa cruda como cocida, pero hay que tener cuidado de que no se pase en la cocción. De hecho, la mejor manera de comerlo es después de un leve hervor que lo mantenga caliente pero con una textura cruda sin desvirtuar su intenso sabor yodado. En Asturias, se aprecia más que en cualquier otro lugar del mundo. Pero también se come en la Costa Azul, en Cádiz, Italia, Noruega e incluso en Zanzíbar. Los japoneses envasan los corales, es decir, la carne seleccionada de color anaranjado, en cajas de madera que alcanzan un precio elevado en los mercados. En Asturias y en Sicilia el caviar de oricios hace tiempo que se ha extendido a las conservas. Y también la mousse o el paté elaborado con el coral.

La utilización del erizo de mar en la alta cocina, al natural o el propio coral en conserva, es cada vez mayor.

Gratinados con una holandesa o bechamel o en gelée. Se comen desde los tiempos de los griegos, aderezados con una vinagreta, pero el primero en incorporarlos a las salsas fue Auguste Escoffier, que empleaba las yemas en puré a una bechamel, que usaba para pescado, o a una mayonesa para acompañar mariscos. En último caso, un par de docenas de oricios para abrir boca y una botella de sidra conducen a dulces estados de placer. Y se trata, además, de un placer razonable para los bolsillos.

El problema, ahora, es la escasez de la especie, que contrasta con la abundancia de las pasadas décadas. Precisamente fue el gradual aumento de la explotación y comercio del oricio lo que produjo una disminución de su población en el litoral cantábrico. Por ese motivo, los pescadores dieron la voz de alarma y en 2013 se estableció una veda para las capturas con el fin de acoplar los tiempos de pesca al período en que tradicionalmente se recogían los oricios en las costas de Asturias. El oricio tarda en criarse y si se le persigue durante todo el año no le da tiempo a desovar. Mientras tanto prolifera el consumo del gallego, dado que los erizos en Galicia no tienen tanta demanda.

Se encuentra en aguas profundas donde se reproduce, y siempreregresa a ellas para crecer. Lo hace muy despacio, unos 15 milímetros por año, por esa razón hay que esperar un trienio para que alcance el tamaño necesario y merezca la pena sacarlo del mar. Se le deja tranquilo de abril a septiembre durante el período de reproducción. No así los depredadores marinos, como el centollo y otros crustáceos, y los pescados dispuestos a comérselo. A él, una mandíbula compleja, justo detrás del caparazón, le facilita su banquete de algas.

La angula, otro prodigio otoñal, es el único alevín cuya captura está permitida aunque las licencias sean un asunto muy limitado. Cuando llega a la costa, un particular instinto la guía de noche por las rías. Si consigue salir indemne y pasar a los ríos, se convierte en anguila. Una vez capturadas a las angulas las mantienen en viveros, van del agua salada a la dulce y cambian de color. Cuando se pescan son blancas y, en unas semanas, sus lomos adquieren características tonalidades negras. Blancas o más oscuras se pagan a precios desorbitados, hasta 500 euros el kilo en los meses estables. Con la Navidad el coste se dispara. Acerca de esta singularidad gastronómica se plantea con frecuencia la pregunta de si merece la pena pagar tanto por tan poco. Una textura agradable y el sabor demasiado sutil, dicen algunos, no justifica tener que rascarse de esa manera el bolsillo. Pero hay auténticos y fervorososaficionados a las angulas, siempre dispuestos a pagar por ellas el precio que se pide para comerlas en un pilpil rebosante de ajo. Esto hay quienes lo ven como un ejercicio algo insulso, por caro, en la mesa.

Pero todo es curioso alrededor de las crías de la anguila, desde el ritual del sacrificio: se matan con una infusión de tabaco para que vomiten sus mucosidades y desprendan la babilla que las rodea. Se deja enfriar, se cuela el tabaco y se sumergen los alevines diez minutos. A continuación se enjuagan varias veces para limpiarlas bien y se cuecen en agua con sal durante apenas unos pocos segundos. Finalmente se secan en telas de arpillera y se envasan. En mi infancia recuerdo haber abierto en alguna ocasión el frigorífico para observar en su interior, desperdigados, pequeños envoltorios de papel de periódico con unos gusanos y tabaco dentro que mi padre conservaba como oro en paño. Las angulas irrumpieron en mi vida de manera que pude darme cuenta de que un par de huevos fritos no eran el centro del universo.