Con frecuencia nos encontramos con un paisanaje ufano riéndose de otro. Sucede con los ingleses que acostumbran a mofarse de los irlandeses; entre los estadounidenses proliferan los chistes sobre polacos. ¿Y los franceses? Los franceses, como dice Peter Mayle, británico pero hijo adoptivo de Provenza, tienen tan alto concepto de sí mismos que resulta difícil encontrar entre sus víctimas, una más propiciatoria que otra. Probablemente, los infelices belgas. Acerca de ellos abundan los chascarrillos. Por ejemplo: «Los franceses circulan por la derecha; los ingleses, por la izquierda; los belgas, en cambio, lo hacen por el medio de la carretera». Pero si existe una caricaturización extendida, es la del belga y las patatas fritas. «¿Cómo se reconoce a un bebé belga en la maternidad? Es el único que en vez de un peluche muerde una patata frita».

-Monsieur ¿por qué se ríe de los belgas?

-Porque son belgas. Comen mejillones

con patatas fritas.

-También en Normandía y, desde hace tiempo, en otros lugares de Francia.

-Allá ellos.

Moules avec frites. Qué desvarío. Mucho mejor el pescado con patatas grasientas de los ingleses. Y, sin lugar a dudas, nuestros huevos fritos y el chorizo. No hay, sin embargo, en el planeta una fritura más popular que la de patatas. En el mundo anglosajón tampoco existe un alimento que la supere. Bee Wilson, la escritora gastronómica, cuenta cómo en 2012 una mujer de 54 años a la que los periódicos nombraron «la persona más maniática del mundo para comer» explicó que sólo ingería tres alimentos: leche, pan blanco y patatas fritas, ya fueran cocinadas en una sartén o extraídas de una bolsa. Estas eran, según ella, las mejores, por ser muy saladas, frescas y saber, además, a patata. Buena parte de los trastornos alimentarios en Inglaterra y Estados Unidos parten de esa obsesiva afición.

En realidad no conozco un solo pueblo de este mundo que no aprecie la comida crujiente. De hecho siempre se ha dicho que masticar alimentos que crujen activa los sentidos, empezando por el oído y acabando por el gusto. Wilson recoge la teoría algo extendida de que la devoción por el crujiente se remonta a nuestros ancestrales primates para los que los insectos eran una valiosa fuente de proteínas. El chef danés René Redzepi ha querido reformularlo en la actualidad y hubo un tiempo atrás en que las cartas de los restaurantes estaban llenas de referencias al crujiente.

Pero volvamos a las patatas fritas vistas desde cierta ortodoxia culinaria. Naturalmente hay más de una. Para mí, al igual que para muchos otros, son el complemento ideal para acompañar un buen bistec, cortadas a cuchillo, en sartén con abundante aceite de oliva, y, muy de año en año, talladas gruesas y fritas en grasa de oca. Para freír es fundamental elegir patatas ricas en almidón, no lavarlas y, con el fin de que queden lo suficientemente crujientes, hacerlas en dos fases aumentando la temperatura. Mantenerlas en la sartén a fuego medio hasta que comiencen a estar doradas, retirarlas del aceite, dejarlas escurrir, y volver a sumergirlas en él subiendo la intensidad. Así es la archiconocida técnica francesa.

Pero, claro, no todas las patatas valen para la fritura. Entre la diversidad de variedades, resultan adecuadas la spunta, de piel marrón y carne dorada; la sebago, blanca; la Idaho, amarillo pálido; la bintje, la reina del almidón; la pink eye, que tiene ojos en la piel; la King Edward, suave y rosada; la romano, de piel roja; la Mona Lisa, que sirve para todo; la kennebec, frecuente en Galicia, y, la que muchos prefieren sobre todos las demás, la agria, compacta y con pocos azúcares. Preferentemente, debe ser vieja.

El problema de las patatas fritas es que a partir de la mitad del pasado siglo pasaron de ser un acompañamiento razonable en cuanto a su dimensión en platos de caza o asados, a convertirse en un producto masivo de consumo. La «persona más maniática del mundo para comer», de la que hablábamos, lamentablemente no es la única.

Hubiera podido aspirar a transformarse en creadora de tendencia si no fuese porque en ciertos lugares del mundo no demasiado lejanos, como es el caso del Reino Unido, hay legiones de adolescentes que han elegido las patatas fritas como pieza clave de su alimentación. Y si hay que escoger, prefieren las de bolsa.