Hay vinos con capítulo aparte, tan especiales que además de placer y de literatura ofrecen exclusividad. Voy a referirme a dos de ellos que guardan entre sí cierto noble parentesco. Se trata del amaraone y del oporto. Bebiendo el primero es inevitable acordarse del segundo, bebiendo el segundo puede, sin embargo, que no se eche en falta el primero, fundamentalmente porque no todo el mundo que cree saber lo que es un oporto ha oído hablar del singular vino veronés.

Al amarone se le considera un oporto menos dulce y, a veces, incluso algo más denso. Su fuerte personalidad radica en la concentración y la suntuosidad del fruto, comparable a menudo con la cereza amarga de Marasca, característica típica de las uvas y las tierras de la Valpolicella, sustentado por la opulencia del cuerpo y por elegantes taninos. A ello, contribuye la altísima densidad de las viñas de donde proviene, en las que la producción por cepa se sitúa alrededor de los 400 gramos, localizadas en un clima continental suavizado por la cercanía del lago de Garda. Tradicionalmente, el amarone se componía de las castas corvina, de gran calidad y mayoritaria, y rondinella, más ligera, a las que hubo un tiempo en que había la obligación de añadir un tanto por ciento de molinara, otra de las uvas locales. Los viticultores veroneses decían de ello que era como echar agua al vino. Finalmente, se han ido incorporando otras, como la corvinone, inicialmente un clon de la corvina, e incluso variedades de fuera, pinot noir o syrah.

Pero el auténtico secreto del amarone es el apasitado, la pasificación de la uva, que se hace en bodegas frescas y no muy húmedas, con temperatura controlada por abanicos que, a su vez, son dirigidos por computadoras. Lo normal son entre diez y quince grados, mientras que la humedad debe oscilar entre un 40 y un 45 por ciento. Durante el pasificado el aire se cambia diez veces cada hora. La fermentación se suele hacer en febrero y dura un mes. El líquido permanece después en grandes toneles de roble hasta completar la vinificación. El vino empieza a circular a los tres años, después de haber permanecido uno de ellos en la botella.

La historia del amarone no se remonta demasiado en el tiempo, pero sí sus orígenes. La primera botella data de 1938, sin embargo hubo que esperar hasta 1953 para hablar de una verdadera comercialización del producto. La existencia del recioto (de donde proviene el amarone) es bastante más dilatada, alcanza a la antigua Roma. El gaditano Lucius Junius Moderatus Columela, agrónomo, amigo de Séneca y, como él, ilustre hijo de la Bética, escribió en su Liber arboribus (Libro de los árboles) sobre la retica, una variedad de uva que se utilizaba ya en el siglo II para los vinos con cuerpo. Luego, en la Historia Naturalis llegaría por parte de Cayo Plinio Segundo, apodado Plinio il Vecchio, la primera referencia a un vino llamado Retico (nombre de una región montañosa cerca de Verona). Hacia el siglo V después de Cristo, el nombre mudó a Retico Acinatico que pudiera derivarse de una cita de Flavio Casiodoro, consultor de Teodorico el Grande, rey de los ostrogodos. Cómo el acinatico llegó finalmente a ser conocido por recioto es algo que se ignora, al igual que la evolución hasta convertirse en amarone.

Existe, no obstante, la leyenda de que el amarone empezo siendo el producto del accidente de un barril de recioto olvidado cuyo contenido siguió fermentando hasta convertirse en un vino más fuerte y seco. Si esa fue la causa del descubrimiento, no hay duda de que habría que agradecer semejante descuido. Lo digo por muchas razones. Una de ellas por ese perfume balsámico hasta pesado que inunda los sentidos en cada trago, el olor inconfundible de la regaliz, las moras, el tabaco y la vainilla, y el placer de poder masticar un vino casi siempre redondo. Como un sirope seco y denso, el rey de la Valpolicella acompaña majestuosamente los quesos, robustos, las carnes rojas o los guisos de caza.

El oporto, a su vez, inició su singladura en 1703 con el tratado de Methuen, el acuerdo comercial firmado en Lisboa que contribuyó a reforzar la tradicional alianza anglolusa. Gracias a este tratado, las barricas portuguesas que entraban en Inglaterra pagaban apenas dos tercios de la tasa de los burdeos y los borgoña. Dadas las ventajas del mercado, los ingleses aprendieron a beber y a apreciar aquel vino mecido por el mar. Inicialmente, acostumbrados a los claretes bordeleses, debieron de asombrarse por el color oscuro y cargado de taninos, pero finalmente decidieron adoptarlo como si hubiese surgido de unas cepas a orillas del Támesis.

Los vintage, junto con los LBV (Late Bottled Vintage), son los únicos vinos tintos de Oporto que incorporan el año de la cosecha en la botella y, por tanto, los más fiables. La diferencia que existe entre el vintage y su hermano menor el LBV es que el primero responde a mostos excepcionales, de primerísima calidad, cuando la vendimia es opulenta. Entonces es cuando ese vino que adquiere el tono de lo sublime hay que embotellarlo joven sin filtrar y ni siquiera pasar por el tonel. No lo necesita, de la misma manera que sería un pecado mezclarlo con cualquier otro. Las exigencias para catalogar los vintage eran mucho mayores de lo que son en la actualidad, en que estos proliferan como los hongos, pero hay que tener en cuenta que los avances enológicos han permitido mayor cuidado y atención de la vid y de las cosechas; cabe, por tanto, esperar mejores resultados. La media de añadas calificadas de excepcionales para producir vintage es, no obstante, de tres o cuatro por década. Se dice que un buen vintage puede estar diez, veinte, treinta y hasta cuarenta años reposando en la cava, durmiendo el sueño más dulce, porque noble es la dulzura que adquiere con la edad. Empieza siendo un vino de un color rojo intenso, luego atejado y acaba su vida con tonos tan oscuros como el chocolate. Siempre derramando lágrimas espesas en la copa. Como deja posos, la decantación es obligada y, a veces, por la edad es necesario decapitar la botella con unas pinzas especiales enrojecidas al fuego para aprovechar el contenido en las mejores condiciones. El oporto, sigo refiriéndome al vintage, es, como el amarone, un vino de meditaciones, encaja mejor que ningún otro en la soledad del bebedor, acompaña una lectura o una reflexión, en sorbos pausados, medidos por los dedos como los británicos victorianos a la hora de servirlo.

-¿Port?

-Just a finger, please.

Efectivamente, el oporto de vieja cosecha es una lujosa joya del silencio. Conservo como uno de mis mayores tesoros algunas botellas de la añada excepcional de 1985 de Fonseca y algunas otras de la casa Graham´s. Con el tiempo he ido haciéndome con algunas más de Taylor´s, todos ellos robustos, opulentos, frutales y redondos. Incluso de la Quinta de Vargellas, en la que los muros de piedra fueron sustituyéndose por lomas de tierra rocosa. O procedentes de las vinhas ao alto de Ramos Pinto, de la Quinta de Ermavoira. Tanto el gran vino de Oporto como el aventajado hijo veronés del recioto son buenas compañías en esa hora de aburrimiento que como máximo puede permitirse cualquier persona civilizada si no quiere dejar de de serlo.