La vida de Elzéar Blaze en el ejército de Napoleón es una de las memorias más fascinantes de las guerras napoleónicas, escrita por un oficial de amplia experiencia y de prosa colorista. Blaze proyecta una imagen nítida del Primer Imperio, de las costumbres y del funcionamiento del ejército francés, y lo enriquece con numerosas anécdotas por él mismo vividas. Ingresó en la Grande armée cuando era joven, a través de la organización vélite de la Guardia Imperial, el camino más directo para alcanzar el rango de oficial, sirvió en las campañas del Imperio después de la batalla de Eylau hasta la conclusión de las guerras napoleónicas como capitán en 1814. Continuó sirviendo tras la restauración. Luego se dedicó a escribir algunos de los mejores libros de caza que se conocen.

Entre ellos destaca Le chasseur au chien courant (1838) donde, entre otras muchas cosas sobre la cinegética, cuenta la famosa invasión por parte de un regimiento de liebres del campo de batalla de Wagram en el momento en que un destacamento avanzado de la caballería austriaca se enfrentaba a la guardia del Emperador en una meseta situada al noreste de Viena, a ambos lados del Danubio. Blaze la recordaría más tarde como la caza de liebres más hermosa que el hombre ha podido contemplar. Es sólo un formulismo literario porque debió de ser una masacre espantosa: «Éramos cuatrocientos mil ‘cazadores’, tanto franceses como austriacos; esto sucedía cerca de un pequeño pueblo llamado Wagram, a pocas leguas de Viena. La llanura estaba cubierta de liebres, nuestras armas las asustaron mucho, corrieron con la esperanza de salvarse pero se encontraron con doscientos mil ‘batidores’ austriacos que en realidad no bromeaban. Volvieron sobre nosotros, fueron vistas corriendo en escuadrones entre los dos ejércitos. Una carga de caballería no pudo con ellas, atravesaron las filas, pasaron entre nuestras piernas, cayeron ensartadas por sables y bayonetas. Ese día, vimos una gran carnicería de hombres y liebres. Una liebre muerta hizo olvidar a un camarada muerto en medio de la tragedia. Las balas destinadas al enemigo las recibieron aquellas pobres. Jamás matamos tantas: en la noche, después de la batalla, vencedores y vencidos, casi todos cenamos civet».

La anécdota contada por otros concluía que los ulanos austriacos persiguieron a las liebres desorientadas que huyeron precisamente al interior del campo enemigo, causando gran alarma entre los franceses que creyeron que se trataba de un ataque. El propio emperador a medio vestir, saltó a su caballo y escapó hacia el Danubio protegido por sus generales y la Vieja Guardia. Las liebres lograron hacer huir a Napoleón, cosa que no logró el archiduque Carlos con su ejército, pues cayó derrotado.

Las liebres y lo mal que lo debieron pasar en Wagram, acosadas por nada menos que dos ejércitos, me vinieron a la cabeza el día en que al introducir la mano en una de ellas, recién cazada, me encontré en su interior con un saco de excrementos fruto de la cagalera que le entró al recibir el impacto del cartucho. Estuve un tiempo sin querer saber nada del asunto. Pero la liebre es una de las piezas de caza más sabrosas y evocadoras del otoño. De ellas, prefiero las jóvenes, los lebratos, de orejas blandas y pelos en las garras de las patas y carne perfumada apropiada para el civet o las terrinas. No sé cómo la comieron los soldados en Wagram, supongo que con los mismos miramientos con que se las quitaron de encima en el campo de batalla, pero el civet bien hecho es uno de los grandes prodigios de la cocina venatoria de siempre. Primero marinada entre diez y doce horas, cocida en la cazuela después de flambearla, con los dados de tocino, el vino tinto, las cebolletas y las setas, ligada la salsa con su sangre, los higadillos y la nata, y realzada por un chorro de coñac. En definitiva, la laboriosa libre a la royale de carne bravía y largas digestiones, que los reyes desdentados comían con cucharilla de plata.

Las mismas liebres de distinto pelaje, rubias claras y pardas más oscuras, que se perciben desde las estrechas carreteras que bordean los bosques de Sologne en la tierra de Alain Fournier y que antes de él atravesaba el gran Balzac camino de su mansión en Nohant, una de esas agradables casas con torretas que los franceses dignifican con el nombre de castillo y que merece la pena visitar. Un territorio ondulado de bosques y páramo, un dominio secreto del Loira que debe menos a las tierras de cultivo que rodean Epineuil que a Sologne, la zona del cazador un poco al norte, donde vivían los abuelos de Fournier y que el autor de El Gran Meaulnes llamó su «país maravilloso del corazón». Donde las liebres han vivido y viven menos sobrecogidas, aunque siempre amenazadas por los cazadores, que en la meseta danubiana de Wagram en la sufrieron su mayor aniquilación.