La hoja de la guillotina no sólo sirvió para rebanar los cuellos de los aristócratas llamados reaccionarios por no considerar una buena idea que sus cabezas rodasen por el suelo. De ahí viene la acuñación posterior de una actitud poderosamente justificada por la fuerza de los hechos, si se analiza sin pasión. Digo que la guillotina reforzó los importantes cambios estructurales en la cocina que empezaban a producirse: uno de ellos comer fuera de casa.

En París, cuando se puso de moda el Palais Royal, tras la grandiosa transformación inmobiliaria de Victor Louis, junto con las elegantes tiendas, los casinos y los cafés, abrieron algunos restaurantes, pero la verdadera eclosión llegó después de la caída del Ancien Régime. Entonces, muchos cocineros se habían quedado sin trabajo, debido a la guillotina y la emigración de la aristocracia, y decidieron instalarse por su cuenta para seguir con su oficio, entre otras razones para dar de comer al aluvión de diputados proveniente de las provincias. El crítico gastronómico Grimod de la Reynière relata cómo en París, antes de 1789 no se contaban ni cien restaurantes y que, a partir de ese momento, la cantidad se quintuplicó, según recuerda ahora Francesca Sgorbati Bosi, que ha escrito un libro, A la mesa con los reyes, de lectura indispensable para entender las profundas transformaciones culinarias en los tiempos de Luis XIV y Luis XV.

Algo antes, en 1765, la novedad había sido supuestamente el bouillon restaurant de Boulanger, cerca del Louvre. Siempre que he tenido la oportunidad de pasar por el lugar donde presumiblemente se encontraba me viene a la memoria el famoso pot au feu: en el bouillon se encuentra su origen. Originalmente se cocían con agua en una olla de barro pintado las carnes de ternera, entre ellas el morcillo, medio pollo o gallina. Se espumaban, luego se añadían sal, cebolla y zanahoria y se desengrasaba durante el proceso. Finalmente se filtraba a través de un trozo de tela de seda y se servía. Así lo contaba Menon en su receta canónica de La nouvelle cuisine. François Marin, otro de los grandes tratadistas de aquel tiempo, nos conduce por vericuetos más dulces y grasientos, incorporando lonchas de jamón, más cebolla, chirivías y tuétano de buey, todo ello cocido en una cazuela herméticamente cerrada. Si caminan en dirección recta no les costará encontrarse con el inmortal pot au feu.

La idea inicial de Boulanger, como cuenta Sgorbati Bosi en el libro que acaba de publicar Gatopardo, no era del todo una invención. En Londres desde hacía tiempo ya existían las taverns, que alrededor del Parlamento ofrecían menús a la carta a una clientela rica, pero sí supuso el embrión de lo que conocemos por restaurante moderno. De hecho Antoine Beauvilliers, el antiguo cocinero del conde de Provenza, cuando abrió su establecimiento, debajo del Palais Royal, lo llamó La Grande Taverne de Londres. Aquellos primeros restaurantes competían por ofrecer en salones elegantemente decorados, entre espejos y candelabros, el mejor servicio, vasos para cada comensal en mesas individuales, algo que hasta el momento suponía la mayor novedad puesto que nadie se dejaba ver comiendo solo.

Las cenas reales eran siempre enormes y complicadas, los servicios y los menús, infinitos, constituían ocasiones públicas en las que los reyes mostraban la suntuosidad de la corte. La riqueza asociada a las comidas estaba tan profundamente arraigada en la mentalidad de la época que el 12 de agosto de 1792, dos días después de la deposición de Luis XVI, se cuenta que, siendo rehén de la Asamblea Legislativa, se le sirvió a la familia real un almuerzo de dos potajes, ocho entrantes, cuatro asados y ocho entremets, entre platos. La moda ya había llegado con los nuevos profesionales de la cocina que se anunciaban en las revistas, ofrecían mesas separadas para comer y tenían permiso para mantener abiertos sus restaurantes hasta tarde durante las noches. Al quedarse muchos cocineros sin empleo debido a las bajas, la Revolución no hizo más que propagar la nueva tendencia como si se tratara de un incendio forestal.

Del mismo modo , la primitiva revolución de la cocina había estallado muchas décadas antes. Al contrario que aquí, los franceses siempre han permanecido pendientes de la nouvelle cuisine. En contraposición al Siglo de Oro de la gastronomía vecina, España atravesó un desierto hasta el escuálido XIX que se inicia con el Motín de Aranjuez. La prosperidad culinaria no llegaría hasta muy avanzado el XX, precisamente cuando en el país vecino se combatía de forma infructuosa el estancamiento y la abundancia de nata en los platos.

En cambio, en Francia, a finales del siglo XVII, alguien tuvo la ocurrencia de abandonar la saturación de especias, vinagre y azúcar en los platos, en favor de las hierbas aromáticas, las frutas y los vegetales. Anteriormente aparecían injustamente como culpables de todos los males en las antiguas creencias médicas. En la teoría de esta cocina nueva se acortaron los tiempos de cocción, se criticaron las salsas demasiado opacas, se alentó a las personas a respetar el sabor de los alimentos. Nicolas de Bonnefons redunda en ello en Les délices de la campagne (1654), otro de los dietarios que figuran en un cuadro de honor. A pesar de los muchos avances conceptuales y el deseo de varios chefs de modernizar los platos haciéndolos más simples y simplificando inteligentemente los sabores, en la cocina proliferaba el número excesivo de ingredientes que a menudo no tenían nada que ver entre ellos. De vivir hoy, Bonnefons habría tenido la oportunidad de predicar lo mismo en relación a la peripatética cocina actual de más de un chef de moda. Los cambios estaban allí para transportar la comida hacia la era moderna. El postre se desplazó al final de la comida, los entremets pasaron a servirse antes de la fruta que precedía a sobremesa. La costumbre de cocinar animales escénicos, cisnes, grullas y pavos reales, se perdió afortunadamente en favor de otras carnes de granja, desde aves de corral hasta cerdos. Todo había comenzado incluso mucho antes con Guillaume Tirel, también conocido por Taillevent (1310-1395), chef de Carlos V. Él fue el primero que se preocupó de incorporar las verduras y las especias traídas del Nuevo Mundo. Su libro Le viandier lo convierte en el primer escritor culinario.

Francesca Sgorbati Bosi, traductora y ensayista, apasionada por el Siglo de las Luces, cuenta el momento histórico en el que la gastronomía se convirtió en la clave de la identidad nacional francesa a través de la figura del cocinero, que se convirtió en el centro de esa historia. No ahorra esfuerzo en curiosidades y tampoco en desempolvar los recetarios de la época con detalle, entre jugos, ragús, potajes y caldos. Estos últimos se convirtieron en fundamentales en el proceso de racionalización de los preparativos: en el rigor y el consiguiente éxito de la estructura francesa en la cocina, en la optimización de los procesos que permitieron elaborar los platos con menos pérdida de tiempo y de recursos.

En realidad esto es cíclico, hace mucho tiempo que ya estaban hablando de lo mismo que hoy nos preocupa y que pertenece al movimiento pendular de la cocina de los últimos siglos.