Advierto la llegada del otoño porque el trozo de mar abarloado hacia el espigón que tengo enfrente de casa comienza a romper soberbio contra las piedras del pantalán. La calma ya no es tan chicha, y la acostumbrada planicie azul del Mediterráneo con la que saludo al amanecer ha dado el relevo a borreguitos blancos meciéndose sobre rompientes llenas de espuma a muchos metros de la línea de costa, mar adentro, juguetones en ese vaivén de agua salada armadas a capricho de las corrientes.

A veces escucho al oleaje vencerse furioso contra los muros de algas, ya no hay rastro de bañistas tomando el sol sobre las rocas y cada vez son menos los pescadores que, caña en mano, pasan la noche junto a la orilla, pasando el tiempo, alumbrando un palmo de roca con sus teléfonos móviles hasta formar un grupo de lejanas luciérnagas a la espera de que muerdan el anzuelo una lechola, un dentón o qué sé yo.

El sol rojo del atardecer tiñe el agua de un rojo anaranjado. Los amantes del pádel surf regresan a la orilla para dar el relevo a las barcas de pescadores que se adivinan como puntitos luminosos más allá de las boyas, guardando la distancia, de acá para allá, merodeando en torno a la piscifactoría de atunes donde abundan los bancos de rémoras que van cayendo en las nasas.

Cuando me despierto, aún con el sol a punto de romper en el horizonte, los veo navegar de regreso a puerto y me hago cargo de que no debemos de tener el mismo concepto de soledad. Uno puede estar solo en mitad de la multitud y todo lo contrario entre el frío marino de la mañana y el revolotear de una bandada de cormoranes que escolta al barco hasta puerto.

El otoño tiene mucho de melancolía. Amanece más tarde y anochece antes. Adivino los días sin mirar el calendario. Para eso ya cuento con las casillas que se van quedando vacías en el pastillero. Por la mañana la del corazón, la de la tensión y el anti agregante; antes de acostarme, la del colesterol. Y así hasta que descubres que la semana se ha pasado volando y adviertes que has de reponer las píldoras mágicas porque ha llegado el viernes.

Alguien me dijo un día (y me sonó bien) que habíamos concentrado la vida en una pastilla: una pastilla para arrancar el día, otra antes de comer, una pastilla para antes del ejercicio, otra para después, una píldora para estudiar, una pastilla para antes de la cena y otra para pasados los postres; una pastilla para follar y otra para después de hacerlo; y, por fin, una pastilla para dormir.

Y así hasta el día siguiente. La pandemia también ha cambiado las estaciones. Antes el otoño era proclive al recogimiento y a perderte entre los surcos de un vinilo antiguo (crasss, crasss); a zambullirte sobre una novela de Don Winslow o a clavarte a conciencia sobre el sofá y pegarte un banquete de series.

Ahora no vemos el día en que llegue esa noche de viernes de antaño que nos sacaba a la calle a pecar, a marcarte una noche de farra de esas que contabas una y otra vez en cada cena con los amigos; esos fines de semana apoyado en una barra observando la pericia del camarero mientras dotaba a la caña del nivel justo de espuma, la presión ideal para clavar la mirada en el ir y venir de las burbujas que se mueven anárquicas en el interior del vaso de cerveza, aguardando ese primer trago único que da para un ensayo de 300 páginas.

Vamos ya para 200 días de pandemia y el otoño ya se antoja distinto. Quiero otoños como los de antes. Quiero pisar las hojas secas y sonreír sin mascarilla; poder hablar a la cara y susurrar al oído; echar ese trago sin sospechar del vaso, pagar en metálico y estrechar la mano al camarero cuando regrese a casa para encontrarme de nuevo frente a las rocas con las barcas de pesca que vuelven a casa.

Quiero otoños como los de antes. Quiero octubres como los de antes, cuando la tos prologaba un inocente catarro y el estornudo anunciaba el simple aviso de un constipado. De nosotros, tanto como de Sánchez, Ayuso, Barbón o Feijóo, depende que regrese la estación más bella del año. Pero en verdad les digo que este otoño tiene toda la pinta de ser una auténtica mierda.