Acaba de cumplir 58 años, se llama Roberto Terradez Buendía y lleva más de diez sin trabajo. Muestra su libreta del banco: un euro. Eso es lo que le queda tras agotar sus ahorros en una década. Cuando se quedó sin empleo tenía 24.500 euros. Era el año 2010 y solicitó la Renta Activa de Inserción (RAI), una prestación que se cobra tres veces en años alternos. Solo recibió las ayudas en 2010 y 2012. Cuando quiso formalizar el tercer cobro el gobierno de Mariano Rajoy había reducido los requisitos y se quedó fuera.

Así que empezó a "tirar" exclusivamente de los ahorros. Seis años suponen 2.190 días sin ingresos. Y así, con un gasto medio diario de 11 euros, los 24.500 euros se esfumaron en comida y facturas de suministros básicos. No pensó Roberto que podía ser usuario de servicios sociales y tramitar algún tipo de ayuda.

Cuando la cuenta de ahorros comenzó a llegar a su fin decidió vender lo que tenía. Empezó con los electrodomésticos. A día de hoy vive sin nevera, ni lavadora, ni lavavajillas, ni microondas. De hecho, tiene la cocina "clausurada" y se apaña con un hornillo minúsculo en una habitación vacía donde solo hay galletas y atún en una despensa inexistente. Lava la ropa a mano y friega en el lavabo.

Justo antes de que se decretara el estado de alarma vendió los muebles. Un conocido suyo se llevó las sillas de comedor, dos sillones tresillos y la mesa de mármol. Le costó lo suyo desprenderse de los muebles que le habían regalado sus padres.

Solo le queda el techo

Sin embargo, vender su estimada colección de bandas sonoras de cine -con 319 vinilos, algunos de ellos firmados, inéditos o exclusivos- le partió el corazón, pero la miseria ya llamaba a su puerta. El equipo informático completo fue lo último que salió por la entrada de su casa para no regresar jamás. Ni espejo del baño tiene. Lleva el abrigo puesto. No quiere "gastar" tampoco luz.

Le queda el techo. Porque la casa sí es suya y ya la tiene pagada. La compró a finales de la década de los 90 por 6,5 millones de pesetas en una finca que se construyó siendo de protección social y que hace años que forma parte del mercado libre en una zona revalorizada de València.

Entrar al patio de la finca corta la respiración, tras una obra en mármol donde también se han reformado cuatro ascensores y que asciende a cerca de 5.000 euros de derrama por puerta. Inasumible para Roberto que teme que esa deuda le dificulte aún más la vida. "Si me embargan la vivienda será mi muerte en vida, pero ¿cómo voy a pagar? ¿Hacía falta hacer esta obra tan costosa?", asegura.

Roberto empezó a buscar ayuda a finales de octubre, cuando ya no podía hacer frente a los recibos de suministros básicos: 92 euros de agua y recibos de la luz pendientes desde marzo que suman 252 euros. Con su teléfono móvil (prestado y de prepago) llamó a la central de Cáritas, donde le derivaron a la parroquia de su barrio. "Se hicieron cargo del recibo del agua pero para la luz me han dicho que llame a los servicios sociales del barrio. Me han ofrecido dar clases de español a una chica nigeriana a cambio de vales semanales de comida de 5 euros. Yo no soy persona de limosnas, yo quiero trabajar porque he sido un currante toda mi vida. Empiezo el día 17", explica.

En la parroquia le recargaron 5 euros de teléfono y le dan cada lunes un vale de 5 euros para gastar en un supermercado. Su primera compra fue de tres barras de pan (37 céntimos de euro), un pack de latas de atún con tomate (1,53 euros), una garrafa de agua de 8 litros (75 céntimos) y espuma de afeitar "porque me estaba afeitando en seco y me hacía mucha falta". En la parroquia también le dieron galletas y leche "pero detrás mía, en la cola, había una madre con niños y le di la leche para los criaturas porque se me partía el alma".

Roberto ha encontrado en algunos de sus vecinos un punto de apoyo. Uno le deja mascarillas en el buzón, otro le prestó la televisión y un tercero le ha pagado las copias de su DNI porque tras solicitar el Ingreso Mínimo Vital "me dicen ahora que no se lee bien el DNI". En otros vecinos ha encontrado críticas e incomprensión aunque "son los menos" y se cuentan con los dedos de una mano.

Busca trabajo en la calle, conectándose a la wifi de los locales cercanos. Ha perdido toda esperanza de encontrar un empleo. "Primero está la edad, que no me beneficia. Pero lo que me excluye es mi peso. Mido 1,85 y peso 110 kilos y me rechazan más por mi aspecto que por mi edad". "Llevar los zapatos rotos no ayuda", se lamenta. Una vecina también se dio cuenta, le dio dinero y Roberto estrenaba este viernes calzado.