«Si yo fuera jugador de fútbol, me gustaría ser como Busquets». La frase, desparramada por Vicente del Bosque un par de días después del pesimista debut de la selección ante Suiza, es uno de los pilares que le definen: un especialista en motivar y dirigir grupos, en quitarles la presión a los futbolistas y descargarla exactamente encima de él, pero sin estridencias ante los micrófonos del tipo «yo soy el único responsable», o «si hay que destituir a alguien, ése soy yo», e incluso un «a mamarla», al más ordinario estilo de Diego Maradona.

El seleccionador al que le ha tocado dirigir al mejor equipo del mundo y de la historia del fútbol español es un tipo templado que mide sus palabras. Ni siquiera cuando su cojonero antecesor le critica, gane o pierda, le tiembla el bigote. «Tiene derecho porque ha sido seleccionador y ha conseguido lo que nadie». Hasta ahora, porque, de momento, el pensador tranquilo puso anoche a España en el césped del mismísimo Soccer City de Johannesburgo para jugar –y ganar– la final del Mundial de Sudáfrica contra Holanda.

Cuando Del Bosque dijo aquello de Busquets, para no sacar la frase de contexto, fue para responder a las dudas de no pocos enviados especiales a Sudáfrica sobre la idoneidad de acumular dos mediocentros´, precisamente la principal crítica que le clavó en la espalda Luis Aragonés tras la derrota ante los suizos. El segundo mediocentro, el que escolta a Busquets y acompaña a Xavi Hernández en el eje creador de la media española, es Xabi Alonso. «Son entrenadores en el campo», dijo de los dos Javis durante la misma tormentosa rueda de prensa tras el chasco ante los helvéticos.

Toda esa retahíla fue dirigida a la prensa y, por sospechoso que parezca, no se diferencia mucho de lo dijo a sus jugadores en la intimidad una semana después de que, como describió Forges en El País, la vaca suiza venciera al toro español. Se había ganado a Honduras jugando mal y se acercaba el decisivo encuentro contra Chile. Los seleccionados estaban preocupados, nerviosos. No eran la selección, ese grupo de amigos que, simplemente, se divierten jugando al fútbol aunque sea para humillar a Francia en un amistoso en Saint Dennis. En eso llegó Del Bosque y con su tono habitual de tensión baja dijo algo así como: «Si perdemos, no pasa nada, tranquilos. La responsabilidad será mía». Fue como una sobredosis vitamínica: los jugadores se rearmaron y solventaron sin dramas el match ball ante los chilenos.

Heredero del mejor fútbol que se recuerda, gracias a que se alimenta de bastante más que la espina dorsal del Barça de Guardiola, sería un error imperdonable retratar a Del Bosque como el seleccionador ocasional al que le ha tocado el gordo de dirigir al grupo de futbolistas con más talento del mundo.

Cocinero antes que fraile, este salmantino de 60 años fue uno de los mejores mediocentros españoles en la década de los 70. Criado y madurado en el Real Madrid, donde también ha sido de todo, como jugador era un seis clásico de los de antes: nada de corte defensivo y mucho de pase largo y dirección del juego desde el arranque del ataque en la zona ancha. Por eso le gustaría ser como Sergio Busquets, porque le recuerda a él, sólo que en versión mejorada, un 2.0 envidiable hasta la rabia porque, encima, es insultantemente joven.

Cuando dejó el fútbol y empezó a frecuentar los banquillos, aprendió de la ex escuela madridista, donde dirigió a varios equipos de las categorías inferiores. Una experiencia impagable para conocer vestuarios, estados de ánimo en el filo entre el cielo y el infierno, donde no importan el dinero ni el éxito, sino ganar o perder.

Por eso, su aterrizaje en el Santiago Bernabéu fue sin hacer ruido. Tan poco, que se convirtió en un entrenador eventual que acudía al rescate merengue cuando fracasaban los técnicos estrella que tanto han gustado siempre en la Casa Blanca. Así suplió por un par de meses al defenestrado Benito Floro en 1994, dirigió un solo partido en 1996 con un nada despreciable 0-5 al Athletic en San Mamés, y reemplazó a John Benjamin Toshak en la temporada 1999-2000, la misma en que el club de Chamartín conquistó su octava Copa de Europa. Del Bosque vivió sus mejores años como entrenador desde entonces, dando otra Champions más a la entidad de la Castellana, además de dos Ligas, una Supercopa española y otra europea, y una Copa Intercontinental.

Su marcha, por la puerta falsa el mismo día que dio el último campeonato al club, y con el vestuario lleno de galácticos gracias a la Visa Oro de Florentino Pérez, coincidió con la última vez que el Madrid sabía a qué jugaba. Ahora lo sabe el mundo entero y la marea roja lo disfruta sin afearle que ponga o no a Fernando Torres como titular.