Dicen que los trenes pasan de vez en cuando y que hay que subirse a ellos, aunque sea en marcha. Quizá por eso, cuando surgió la idea, no lo pensé dos veces. Mi hijo Lolo y yo nos liamos la manta a la cabeza y nos marchamos a Sudáfrica para ver en directo la semifinal y la final del Mundial de fútbol. Nos fuimos con un amigo y su hijo. Y la experiencia, os lo puedo asegurar, ha sido única. Gracias a Dios, hemos podido permitirnos el elevado coste del viaje y disfrutarlo en todo su esplendor. Desde la agencia de viajes nos confirmaron el pasado martes día 6 la reserva de una semana. Así que viajamos esa misma noche, confiando en llegar el miércoles a las 20.30 horas a Durban, donde disputábamos la semifinal frente a Alemania. Salimos de Málaga e hicimos escala en París. Desde allí tomamos un vuelo directo a Johannesburgo de 11 horas. Llegamos a Sudáfrica el miércoles a las 11.00 horas. Desde la capital nos fue imposible volar hasta Durban, a unos 700 kilómetros. Nos esperaba un guía e hicimos el trayecto en coche. Fue una gran elección porque nos permitió ver los paisajes y contemplar un país tan desconocido, variopinto y diferente al nuestro.

Las carreteras son correctas, no como las de aquí, pero hicimos el camino sin sobresaltos, aunque con la hora pegada. Llegamos al estadio sólo media hora antes del partido. Allí nos esperaba otro guía con las entradas. El Durban Stadium es una joya arquitectónica, con capacidad para 70.000 personas. Cuando estaba allí me acordaba de La Rosaleda, recién renovada, y tan poquita cosa, por desgracia, ante aquel gran estadio. Las localidades eran de categoría dos y vimos muy bien el partido. Nos sentamos junto a unos compatriotas de Almendralejo.

Allí nos dimos cuenta de que el fútbol es un elemento clave de unión en Sudáfrica. Por desgracia, el baloncesto es muy secundario. Y hablando de unión quiero que sacar a la palestra a Nelson Mandela. Él ha sido capaz de construir un país con energía, todavía en cambio, donde la mayoría de raza negra (80 por ciento) ya tiene derechos. Es cierto que los blancos siguen siendo poderosos, pero yo he visto a sudafricanos negros de un buen nivel, con buenos coches, y no sólo sirviendo en los bares o trabajando en los hoteles. La gente es muy amable y Johannesburgo es una ciudad llena de vida, con un Centro histórico apasionante, repleto de centros comerciales y mucha actividad. Los días allí pasaron rápido. Íbamos con camisetas de la selección y, por supuesto, con una pancarta reivindicando el Ayuntamiento para Torre del Mar.

Éramos puro nervio el gran día de la final. Fuimos para el estadio a las 14.30 horas. Jamás me había ido tan temprano y con tanta antelación a un partido. Las entradas eran de categoría tres, detrás de la portería en la que marcó Iniesta. No sé si sentí más emoción cuando vi pasar, delante de mí, a 80 metros de distancia, a Nelson Mandela, o cuando Iniesta marcó el gol del Mundial. Di un salto tremendo. Fue como si me dispararan con un bazoca. La alegría que sentimos todos los españoles que estábamos allí fue incomparable, única.

Fue el culmen a un viaje perfecto, de unos días inolvidables, repletos de anécdotas, de convivencia con mi hijo, y un éxito que nos debe hacer reflexionar a todos. En base a esta experiencia tenemos que tomar ejemplo. Desde todos los ámbitos, sea un club deportivo, una empresa privada o un ayuntamiento. Lo que ha ocurrido en Sudáfrica debe animarnos a todos a trabajar en equipo. Las individualidades no conducen a nada. Que se lo pregunten a la Portugal de Ronaldo o a la Argentina de Messi. El concepto es el equipo, ser solidarios, la cultura del esfuerzo y del trabajo. Porque el deporte une y nos debe dar a todos una lección: entre todos, con el espíritu de esta selección, sacaremos adelante el país. Debemos aprovechar la inercia para unir fuerzas.