Mañana, 6 de octubre, es un día histórico para el balonmano en la provincia. Pero aún la efeméride es más significativa, si se tiene en cuenta que se cumplen justo 25 años del estreno del conjunto del Puleva Maristas en la máxima categoría del balonmano español. Su ingreso en la Asociación de Clubes Españoles de Balonmano fue, casualmente, coincidente con la primera edición de la que a partir de entonces pasó a denominarse Liga Asobal.

Algunos de los principales protagonistas de aquella aventura del conjunto colegial entre las grandes potencias del balonmano español todavía recuerdan las emociones que pudieron vivir en primera persona. Juanjo Fernández comandó la nave que logró el ascenso de categoría en Teruel, en mayo de 1990 y sólo unos meses después saltaba a la pista del pabellón del Colegio Maristas, en calle de la Victoria, con un equipo plagado de jóvenes promesas y con un solo fichaje extranjero, Laszlo Tengely.

Después de aplazarse la primera jornada por una huelga arbitral -los colegiados peleaban por la derogación de un artículo que no les permitía arbitrar a partir de los 50 años-, los colegiales jugaron contra Cajamadrid y Teka a domicilio, por lo que el ansiado debut en casa no se produjo hasta el 6 de octubre de 1990, ante el Michelín de Valladolid. Los Ortega, Maza, Velasco, Quino, Gatell y el fallecido Pepelu Pérez Canca se estrenaban ante una afición entusiasmada, que abarrotó la instalación.

«Lo primero que se me viene a la cabeza es el marcador averiado. Tuvimos que buscar a un seguidor en la grada para que con un marcador manual situado en una de las esquinas de la pista llevase los tantos», bromea Fernández. En el acta que reproducimos junto a estas líneas figura esa incidencia. Aquel joven era Francisco Fernández Celestino «Celes», que «sería cadete» en aquel momento y tuvo que coger un marcador de los «que se les pasa los cartones con los números de uno en uno».

«Fue una semana especial por todos los acontecimientos. El pabellón estaba lleno con la fiel infantería, como llamábamos a los equipos de cantera», comenta Ernesto Ruiz, segundo de Fernández y preparador físico del conjunto malagueño. Para Antonio Gatell, pivote del conjunto malagueño, fue increíble. «Era mi primer partido en División de Honor. Me incorporé tarde a la plantilla. La intensidad que yo llevaba era brutal. Estaba cargado de energía. Estaba fuera de mí. Bordas, el húngaro del Michelín, me pegó un codazo y me hizo una brecha grandísima. Yo no me quería ir, el árbitro me miraba y yo me limpiaba la sangre para que me dejara jugar. A los pocos minutos Ortega se me acercó llorando, detrás venía Quino, para decirme que tenía que salirme. Pude jugar así cinco minutos y salí con el pantalón totalmente lleno de sangre de limpiarme la mano constantemente», expresa.

El ritual dentro del vestuario

«Antes de los partidos reuníamos a los jugadores en el salón de actos para ponerles distintos fragmentos de la película de Rocky, veíamos la parte más emotiva, cuando se cae, cuando gana», rememora Fernández, tras reconocer que se importaron aspectos del rugby y que en ocasiones salían sus pupilos a la pista algo pasados.

«Recuerdo que ganamos de tres. El Michelín era un histórico del balonmano español y fue un partido muy difícil. Defendimos bien la segunda mitad y anotamos muchos goles de contraataques», agrega en cuanto a aquel debut. Después, la fiesta. Siempre había un tercer tiempo, o comidas o cenas de equipo, según la hora del encuentro, y reuniones que o bien hacíamos en la Venta Garbey, el Jaral o en La Cristalera en el Rincón de la Victoria», argumenta Ruiz.

Buena parte del peso del proyecto recayó en la familia García-Recio. Feliciano había cogido el timón de la sección de balonmano de Maristas y durante una década sería su alma. Ni tener el pabellón más pequeño de la categoría impidió que, en una segunda fase, se ató la permanencia con cierta holgura. La temporada fue inolvidable.