Ya no volverá a sonar en el viejo estadio de Green Street el «I´m Forever Bowling Bubbles», la canción que hace casi cien años el entrenador Charlie Paynter introdujo en la vida del West Ham y terminó por convertirse en su himno oficioso. El equipo se mudó al reluciente Estadio Olímpico de Londres, donde las posibilidades de crecimiento de la sociedad son más grandes y los Hammers pueden adaptarse con más facilidad a las exigencias del fútbol moderno.

Boleyn Ground -el estadio que recibe su nombre debido a que el club había comprado a comienzos del siglo XX y con la idea de construir el campo un terreno que había pertenecido a Ana Bolena-, acabará convertido en varios bloques de apartamentos de lujo que supondrán un pequeño contraste para un barrio modesto, claramente identificado con su equipo de fútbol.

El West Ham, el equipo que históricamente ha representado a los trabajadores de los astilleros de Londres, siempre encontró en su estadio el aliento necesario para vencer casi todas las adversidades que se cruzaban en el camino y también para construir importantes conquistas. En los días del adios, se habló mucho de los más de centenares de partidos que se han vivido en Boleyn Ground. Para los viejos aficionados de los Hammers hay una noche que está por encima de todas las noches y que nunca olvidarán.

Es cierto que a mediados de los sesenta (cuandos se ganaron el apodo de la «Academia del Fútbol» por los grandes jugadores que brotaban de su cantera) el equipo conquistó un par de títulos y varios de sus futbolistas como Bobby Moore o Geoff Hurst fueron esenciales para que Inglaterra conquistase el Mundial de 1966. Pero a juicio de los hinchas del West Ham, aquel tiempo no les dio una noche en su estadio tan cargada de electricidad y de magia como la del 14 de abril de 1976.

El equipo londinense se enfrentaba en el partido de vuelta de las semifinales de la Recopa al Eintracht de Frankfurt. Los alemanes eran un extraordinario equipo que había ganado dos temporadas seguidas la Copa de su país y peleado por la Liga. El West Ham estaba en un momento dulce después de haber solucionado de manera sorprendente una importante crisis. Al finales de 1974 el equipo atravesaba un mal momento y Ron Greenwood - el entrenador que había liderado al equipo durante la bonanza de los años sesenta -se nombró a sí mismo director general y sentó en el banquillo a quien había sido su ayudante, John Lyall. El efecto fue inmediato. El West Ham marcó veinte goles en sus primeros cinco partidos y conquistó a final de temporada la Copa con un equipo formado en su totalidad por jugadores ingleses, algo que nunca había sucedido antes en esa competición.

A la temporada siguiente el equipo avanzó no sin esfuerzo en la Recopa hasta que en semifinales sufrieron un importante contratiempo en Alemania. Perdieron en Frankfurt por 2-1, un resultado esperanzador, pero lo peligrosos eran las sensaciones. El Eintracht había demostrado una evidente superioridad y el marcador había sido muy generoso con los ingleses. El 14 de abril de 1976, el día fijado para el partido de vuelta, no dejó de llover sobre Londres. Pese a todo, casi cuarenta mil espectadores llevaron al límite las gradas del vetusto recinto. Dos horas antes del comienzo no había posibilidad de entrar en Upton Park. En un tiempo de absoluto descontrol en los accesos al estadio y en las gradas, donde casi todos los espectadores permanecían en pie enlatados como sardinas, asistir a un partido de estas características era una absoluta tortura. Y en medio de un temporal como aquel, mucho más.

Billy Bonds, capitán de aquel West Ham y leyenda absoluta del club, recuerda que cuando estaban formados en el túnel de vestuario para saltar al campo los gritos de los aficionados comenzaron a atronar mientras muchos de ellos golpeaban las chapas metálicas de las gradas. Bonds cuenta que en ese momento se volvió hacia el capitán alemán que esperaba a su lado: «Tenía la mirada perdida y cuando sintió que el estadio temblaba comenzó a palidecer. En ese momento supe que esa noche acabaríamos con ellos».

Billy Bonds, capitán de aquel West Ham y leyenda absoluta del club, recuerda que cuando estaban formados en el túnel de vestuario para saltar al campo los gritos de los aficionados comenzaron a atronar mientras muchos de ellos golpeaban las chapas metálicas de las gradas. Bonds cuenta que en ese momento se volvió hacia el capitán alemán que esperaba a su lado: «Tenía la mirada perdida y cuando sintió que el estadio temblaba comenzó a palidecer. En ese momento supe que esa noche acabaríamos con ellos».

No tardó en hacerlo. A los cinco minutos Trevor Brooking (otro mito de los Hammers) conectó un cabezazo que se coló junto al palo izquierdo de la meta alemana. Enloquecieron el estadio y el West Ham, que se lanzó como una fiera a por un rival que en ese momento sintió que le temblaban las piernas. A los pocos minutos Robson enganchó un disparo asombroso con la pierna izquierda («el mejor disparo de mi vida» dijo tras su retirada) que se coló como un obús por la escuadra derecha del Eintracht.

Faltaba aún la guinda, uno de esos goles que permanecen eternamente en la memoria de los aficionados y asoman en cualquier conversación. Brooking recibió un balón largo por el pasillo del diez. Pese al estado del terreno corrió como si lo estuviese haciendo sobre una moqueta. Pisó el área, sentó con un delicado toque con el tacón al defensa que venía a cerrarle y ante la salida del portero colocó el balón junto al palo izquierdo. Pura clase.

El barrio entero tembló tras aquella obra de arte que hizo inútil el esfuerzo final y desesperado de lo alemanes que solo alcanzaron a marcar el 3-1. El West Ham, acababa de protagonizar uno de sus mayores logros. Para el recuerdo queda la alineación que formaron Day, McDowell, Taylor, Bonds, Lampard (el padre de Frank), Coleman, Brooking, Paddon, Jennings, Robson y Holland. El West Ham perdería la final ante un magnífico Anderlecht, pero esa noche de abril en el viejo Boleyn Ground, bajo el diluvio, viendo correr a Trevor Brooking es uno de esos momentos que «justifican mi vida como aficionado». Así se lo resumió, invadido por sus recuerdos, a un seguidor del equipo instantes después de abandonar por última vez la que había sido su casa.