Paul Breitner tenía 22 años cuando saltó al Olímpico de Múnich para disputar la final del Mundial de 1974. Pese a su juventud, ya llevaba unos años instalado en la nobleza del fútbol. Desde los diecinueve años era una de las piezas clave del Bayern hegemónico de comienzos de los setenta. Unas semanas antes había levantado su primera Copa de Europa y el Mundial era una forma ideal de cerrar una temporada, tal vez la última en Alemania, porque por su cabeza rondaba la idea de aceptar alguna de las propuestas que había comenzado a recibir desde España e Italia.

Para un tipo con inquietudes, interesado por la política, resultaba muy tentador salir de Alemania para conocer otro estilo de vida.

El partido ante la Holanda de Cruyff comenzó de forma trágica para los alemanes. La jugada inicial de los orange acabó en penalti que transformó Neeskens sin que a los alemanes les hubiese dado tiempo a tocar la pelota. El primero que lo hizo fue Maier, el portero, para sacar el balón del fondo de su red. Una ola de pánico corrió por el estadio muniqués. Breitner ni se inmutó y lo demostraría veinticinco minutos después cuando el árbitro, el inglés John Taylor, señaló un penalti a favor de Alemania.

El equipo de Helmut Schon no tenía claramente asignados a sus lanzadores. En los últimos meses habían fallado varios en compromisos internacionales y eso había generado cierto vacío en torno a una cuestión que, por ejemplo, estaba realmente clara en Holanda, donde Neeskens era el elegido independientemete de que por allí anduviese un genio como Cruyff. Tras el pitido del penalti a favor de los alemanes en el campo se produjo cierto desorden.

Muchas miradas perdidas, futbolistas haciéndose los remolones o directamente escapando de la escena. Una imagen tantas veces vista en partidos trascendentales. A Breitner le irritó la situación. A un rebelde por naturaleza le molestaba que no tomasen la responsabilidad aquellos futbolistas a quienes les correspondía por edad y estatus. En ese equipo estaban Beckenbauer, Mu?ller, Overath, Bonhof, Hoenness?gente de buen pie a quienes nunca se discutía su personalidad. Entonces, en un arranque de coraje, Breitner pidió la pelota. El lateral izquierdo de la selección, el chico de 22 años, reclamó el lanzamiento como un medio de reproche hacia el resto de sus compañeros, especialmente a Beckenbauer.

Breitner tomó una carrera corta y lanzó con la pierna derecha con una precisión de cirujano junto al palo derecho de la portería defendida por Jongbloed, que se quedó de pie incapaz de dar respuesta a aquel lanzamiento. El gol de Breitner serenó a los alemanes que a partir de ese momento hicieron valer su mayor fortaleza para remontar gracias a un gol de Muller.

Lo más curioso sucedió a la mañana siguiente. Breitner se levantó en el hotel tras la celebración y encendió la televisión. Como era lógico en Alemania no hacían otra cosa que repetir las imágenes del partido del día anterior. Entonces vio la escena del penalti y entró en pánico. Asistió al momento en el que reclamaba la responsabilidad y ya no pudo ver más. Lo confesó mucho tiempo después. En ese instante, tras despertarse con la resaca de la larga noche de celebración, había sido consciente de lo que había hecho, del riesgo que había corrido y de lo que hubiera pasado en caso de haberlo fallado.

Breitner, que se reconvertiría en un soberbio mediocampista con el tiempo, fichó entonces por el Real Madrid. A Santiago Bernabéu le podían los futbolistas que demostraban personalidad y arrojo. La final del Mundial y aquel penalti acabó por convencerle. No le importó todo lo que se decía de él, que era un maoísta admirador del Che Guevara y de Ho Chi Minh. Se presentó en Madrid y con el apodo del «Kaiser Rojo» se transformó en uno de los iconos de la Liga española entre 1974 y 1977.

Su peinado a lo afro, sus ideas, su calidad como futbolistas le convirtieron en todo un fenómeno. Daba para horas de conversaciones y chismorreos. Sobre él se contaban todo tipo de historias y crecían las leyendas acerca de su forma de actuar y pensar. No era nuevo porque ya en Alemania había sucedido lo mismo tras su irrupción en el Bayern.

En Alemania trató de eludir el servicio militar en su primera temporada en el equipo de Udo Lattek y estuvo dos noches escondido en una carbonera. Cuando salió le tuvieron semanas limpiando letrinas. El castigo le espoleó y a la primera ocasión apareció fotografiado en la prensa alemana bajo una gran foto de Mao mientras simulaba leer propaganda comunista del país de china.

En España se hizo famoso por sus lecturas, por llevar un arma encima y por aquella ocasión en la que donó medio millón de pesetas a los trabajadores de la metalúrgica Standard, que se habían declarado en huelga. La noticia fue un bombazo que obligó al Real Madrid a pronunciarse oficialmente: «Breitner es libre de gastarse el dinero en lo que quiera». Fue toda la explicación. Era el tramo final del alemán en el Bernabéu. Había ganado dos ligas consecutivas, pero la tercera temporada había resultado decepcionante.

En un tiempo complicado en España desde el punto de vista político, el Real Madrid le devolvió a Alemania bajo el pretexto de que era un jugador «algo conflictivo».

Breitner siguió alimentando su gran e inaguantable rebeldía en casa. No quiso ir al Mundial de Argentina. Se negó como protesta contra el régimen de Videla y cargó contra todos sus compañeros, a los que acusó de ser cómplices de aquella mala dictadura. Aún tuvo tiempo de asomar en el Mundial del 1982 en España y de marcar en la final ante Italia. El último grito internacional del hombre que reclamó el penalti que no le correspondía.