En verano de 1914, en cuanto estalló la Primera Guerra Mundial, Jean Bouin, con sus títulos y récords mundiales a la espalda, se alistó como voluntario y fue destinado al 163 regimiento de infantería.

Cientos de miles de jóvenes franceses corrieron la misma suerte que él. Todos guardaban la esperanza de que se cumpliesen las previsiones de los generales que anunciaban que todo se acabaría a tiempo de volver a casa para pasar la Navidad junto a sus familias.

Así lo proclamaban ufanos quienes empujarían a varias generaciones enteras a una muerte inútil, en un frente que apenas se movería unos metros durante los cuatro años que duró el conflicto.

Bouin fue asignado en principio a una unidad auxiliar, pero no tardó en ser enviado al frente del Marne, en la región de Lorena, donde los franceses y los alemanes libraron una de las primeras batallas de aquella guerra.

El atleta era un tipo bastante popular entre sus compañeros de trinchera. Su reputación era grande gracias a los logros deportivos que le habían convertido en una pequeña celebridad en todo el país.

Bouin había comenzado a correr en su Marsella natal. Practicaba varios deportes, pero no tardó en sobresalir en las carreras a pie. Era pequeño, pero con una complexión fuerte. No era ligero como otros atletas, pero le sobraba potencia.Ganas de progresar

Tenía una inmensa curiosidad y ganas por aprender, por empaparse de todo aquello que le pudiese ayudar a mejorar. Fue así como su progresión se hizo imparable a partir de 1909 cuando se proclamó campeón de Francia de cross en Amiens.

Aquel fue el primero de una serie de victorias que le convencieron de que estaba en condiciones de luchar por una medalla en los Juegos Olímpicos.

Trabajaba entonces en el banco Societe Generale de Marsella -para cuyo club de atletismo corría- pero pronto pidió el traslado a París con la intención de progresar, de disfrutar de mejores instalaciones para el entrenamiento y de paso alternar con la alta sociedad con vistas al futuro.

Era listo y responsable. Tanto, que sus superiores no dudaron en cumplir con sus deseos. Les maravillaba, como figuraba en los informes internos, que mantuviese su grado de compromiso y de responsabilidad pese a lo exigente de su entrenamiento y los numerosos eventos a los que tenía que hacer frente.

En el tiempo que estuvo en el frente Bouin hacía planes. Deportivos y personales. Diseñaba entrenamientos con la mente puesta en mejorar su estado de forma y quitarse la espina que tenía clavada desde que en 1912, dos años antes, se quedase a una décima de ganar el oro en la final olímpica de los 5.000 metros.

Sucedió en Estocolmo. La carrera, disputada el 12 de julio con el Rey Gustavo en la grada, tenía dos favoritos por encima del resto: Bouin y el finlandés Hannes Kolehmainen.

El francés había hecho en las eliminatorias la segunda mejor marca de todos los tiempos (15:05) mientras el nórdico se había limitado a cumplir teniendo en cuenta que ya había ganado el oro en los 10.000 metros y prefería guardar fuerzas para la final.

Esa carrera fue un mano a mano entre los dos deportistas. Bouin quiso romper la prueba demasiado pronto, impuso un ritmo muy alto desde el pistoletazo de salida que no tardó en dejarle solo en compañía de Kolehmainen. En varias ocasiones el francés parecía que sería capaz de soltar al finlandés, pero éste siempre recuperaba.La última vuelta

Lo mismo ocurrió al comienzo de la última vuelta. Bouin tomó cuatro metros de ventaja que su rival redujo poco a poco para entrar en la última recta junto a él y superarlo cuando parecía que la medalla de oro sería para el atleta de Marsella.

Su agarrotamiento en los cuarenta metros finales le había condenado a una plata que celebró solo de forma moderada.

Habían bajado en más de 24 segundos el récord del mundo de la distancia, aunque a él solo le preocupaba esa décima que le había arrebatado el oro.

Aquella derrota le obligaba a mejorar. Incluso había dejado de fumar, algo que hacía de manera exagerada para tratarse de un deportista.

En el frente del Marne, donde los cigarros eran uno de los pocos consuelos que encontraban los soldados, se mantuvo firme. Para combatir la adición se metía un mondadientes en la boca y con él jugueteaba. Incluso en ocasiones había corrido con él.

Los Juegos de Berlín, previstos para 1916 y que no se celebrarían por culpa de la Primera Guerra Mundial, ocupaban su mente junto a los planes de vida que tenía junto a Rosa Granier, la hermana de uno de sus mejores amigos y con la que había prometido casarse cuando volviese de la guerra. Su foto le acompañaba en una pequeña libreta donde iba anotando planes de entrenamiento, ideas que pondría en práctica cuando los disparos dejasen de sonar y todos aquellos soldados volviesen a sus vidas. Más o menos aburridas, pero en paz.Muerte en Montsec

A comienzos de septiembre de 1914, la unidad en la que se encontraba Bouin fue una de las elegidas para el asalto al estratégico Montsec, una pequeña elevación del terreno que los generales consideraban esencial en aquella batalla.

Resultó un absoluto desastre, uno de tantos en aquel conflicto repleto de inútiles al frente de los diferentes ejércitos.

Cuando los soldados franceses se estaban acercando a su objetivo comenzaron a alcanzarles los proyectiles de su propia artillería. Indignación y sangre. Se protegieron como pudieron, pero buena parte de la unidad quedó allí liquidada.

Algunas crónicas y testimonios que nunca se pudieron comprobar sostienen que un oficial pidió a Bouin que corriese en dirección a sus filas para advertirles del error que estaban cometiendo y que la metralla le alcanzó cuando trataba de cruzar aquel campo de batalla, entre cráteres y cuerpos inertes, con la misma zancada que se veía en las pistas de atletismo.

Bouin fue uno de los 80.000 franceses que murieron en aquella batalla. Su cuerpo recibió sepultura en la pequeña localidad de Bouconville-sur-Madt junto a muchos de los que murieron a su lado.

El 27 de junio de 1922, unos años después, su cuerpo regresó a Marsella, su ciudad natal, para quedarse para siempre en el cementerio de Saint-Pierre. Solo tenía 25 años y le esperaba un oro olímpico y una boda por celebrar.