Una frase resume el largo periodo que Bill Nicholson estuvo al frente del Tottenham y que acabaría por convertirse en la época más gloriosa del club del norte de Londres. «Es mejor fallar apuntando alto que tener éxito apuntando bajo. Y el Tottenham ha puesto la vista tan alta, que incluso el fracaso tendrá su eco en la eternidad». No se equivocó cuando la pronunció poco después de sentarse en el banquillo de White Hart Lane por primera vez en 1958. De su mano, los Spurs derribarían barreras y apartarían de su lado complejos y miedos para discutir con los mejores equipos de Europa y provocar algunas de las mejores noches que ha vivido el estadio que estos días ha comenzado a demolerse.

Siempre con el gallo de policía, símbolo del club, vigilante en lo alto de una de las cubiertas. La relación de Nicholson y el Tottenham comenzó desde muy pronto. Un dentista amigo de la familia consiguió para el joven Bill, el único de los nueve hermanos que había disfrutado de una beca de estudios, una prueba en el conjunto londinense. Le aceptaron y además le dieron una ocupación extra. A cambio de dos libras semanales se convirtió en el chico de las botas con lo que dejó el trabajo en la lavandería próxima a su casa. Nicholson tenía dieciséis años por entonces y desde ese mismo momento nunca firmó un solo papel con el Tottenham. Siempre se fió de la palabra dada. En ninguno de los diferentes roles que desempeñaría en el conjunto londinense lo hizo.

La Segunda Guerra Mundial, que comenzó cuando tenía veinte años y acababa de llegar al primer equipo del Tottenham, se llevó su primera etapa como futbolista aunque Nicholson siempre dijo que ese periodo fue esencial en su formación como entrenador. Durante el conflicto fue sargento de Infantería Ligera Durham. Se dedicó especialmente a la preparación física de los soldados y según confesaría mucho tiempo después «aquello me ayudó a trabajar con grupos grandes de personas, a gestionar el esfuerzo. Algo esencial en mis días como entrenador».

Pero antes de sentarse en los banquillos Nicholson aún tenía cosas importantes que hacer como futbolista. Una de ellas fue convertirse en el primer internacional de la historia inglesa que marca en el primer contacto con el balón. Sucedió en su único partido con la camiseta de la selección. Fue contra Portugal en Goodison, el estadio del Everton.

Entró en el campo desde el banquillo, corrió unos pocos metros y recibió un balón que desde la frontal del área, sin controlar ni tan siquiera, incrustó en la red del equipo portugués. Las crónicas de entonces (menos precisas de lo que estamos acostumbrados en estos momentos) aseguraron que habían pasado solo diecinueve segundos. Así de meteórica, para lo bueno y para lo malo, fue su paso por la selección. No regresó.

Siguió jugando en el Tottenham, donde acumuló conocimiento, hasta que en 1955 -con 35 años- se retiró y comenzó a formarse como entrenador. Nicholson no se creía que el Tottenham le eligiese en 1958 para guiar sus pasos desde el banquillo de White Hart Lane. Tardó días en decírselo a su mujer -hincha acérrima del club- por miedo a que todo quedase en nada y se llevase un buen disgusto. Pero aquello tenía muy poco de broma. Al contrario. El club londinense, casi siempre a la sombra de algunos de sus vecinos ilustres, necesitaba alguien que les revitalizase y estaban convencidos de que aquel que había sido el chico de las botas tenía lo necesario para convertirse en lo equivalente a Busby en el Manchester United.

«Cualquier jugador del Tottenham debe odiar perder». Fue lo primero que les dijo a los futbolistas en el vestuario el días que tomó las riendas del club. A los pocos días, aunque el equipo estaba en la zona baja de la clasificación, rompieron un viejo récord goleador al ganar al Everton por 10-4 en su campo.

El Tottenham cambió muchas cosas en aquel periodo. Acertó en las contrataciones y se dotó de un espíritu ganador que no había tenido en su historia. Responsabilidad sobre todo de Nicholson y de algunas personalidades que había en ese vestuario como Blanchflower o Jimmy Greaves, que se incorporaría al equipo poco después. La temporada 1960-61 el Tottenham arrancó como un ciclón y estuvo invicto durante dieciséis jornadas consecutivas. Ganó la Liga y añadió la Copa a los pocos días para convertirse en el primer equipo que conseguía el doblete en el siglo XX en Inglaterra.

Aquello generó una revolución en el norte de Londres donde había un problema de orden público cada partido que jugaba el Tottenham. Se vivió una fiebre nunca antes vista. El equipo se creyó todo lo que le dijo su entrenador y siguieron con la vista bien alta. Al año siguiente repitieron triunfo en la Copa y estuvieron a punto de meterse en la final de la Copa de Europa que era uno de los grandes objetivos del fútbol inglés que seguía sin el máximo torneo internacional. El Benfica, que ganaría la final al Real Madrid, les apartó en las semifinales por solo un gol tras un polémico choque en el que les anularon tres tantos. Habían firmado un torneo sobresaliente.

Pero Nicholson, que tenía fijación con Europa, acabaría por llevar a su equipo a convertirse en el primero en llevar a Inglaterra un gran torneo internacional. Fue en la Recopa de 1963 tras superar al Atlético de Madrid en el estadio del Feyenoord por 5-1 en un recital absoluto de fútbol, un festival de goles que desbordó a los colchoneros y que se fraguó en la charla motivadora del vestuario. En ella el preparador les explicó las innumerables cualidades del equipo español hasta llegar casi a desalentarles, pero luego les explicó que todo eso «no es nada al lado de su fuerza y coraje. Salgan ahí y llevemos el maldito trofeo a casa». Y sucedió.

La cosecha no terminaría ahí. Vendrían otra Copa del Rey y la Copa de la UEFA de 1972 que le sirvió también para desencantarse en parte con lo que estaba sucediendo alrededor del juego. Crecía el bandalismo y cada partido europeo se convertía en una guerra. En 1974 tras unos incidentes gravísimos protagonizados por los Hooligans de su equipo en Holanda decidió que había llegado el momento de apartarse de aquella locura. Se fue para casa y dejó el banquillo del Tottenham donde había estado dieciséis años y había cubierto de gloria las vitrinas del museo. Más adelante regresó como ojeador y en 1991 le nombraron presidente hasta que murió en 2004. Y siempre sin firmar un papel, fiándose de la palabra que le daba el Tottenham.