Los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki se esperaba que fuesen los de la definitiva reconciliación (al menos en lo deportivo) entre bloques. Lo sucedido en Londres cuatro años antes, con las heridas de la Segunda Guerra Mundial aún demasiado recientes, había sido un simple amago. Pero en Finlandia la cosa debería ser diferente. Habían pasado otros cuatro años, la Unión Soviética participaba por primera vez en la máxima cita del deporte mundial y regresaban a ese gran escaparate potencias como Alemania o Japón.

Pero aunque el olimpismo parecía haber pasado página, la política no lo había hecho. La Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética vivía un momento delicado a cuenta de la Guerra de Corea y del apoyo que prestaba cada una de las potencias a los países en conflicto. La URSS (que la anterior ocasión en que había estado en unos Juegos Olímpicos había sido como Rusia en 1912) llegó por poco a la cita ya que el COI solo les reconoció un año antes. Sus resultados, pese a todo, fueron notables ya que finalmente solo perdieron con los americanos en el cómputo general por cinco medallas en total, aunque la diferencia en oros fue abismal a favor de Estados Unidos.

En el atletismo masculino (donde las cosas les fueron de forma muy regular) la gran esperanza de los soviéticos era un viejo héroe de la Segunda Guerra Mundial, Vladimir Kazantsev, que competía en los 3.000 metros obstáculos y tenía el récord del mundo oficioso de la distancia. Este veterano del Ejército Rojo, herido y condecorado en el Frente de Kalinin, tenía casi treinta años pero no había muchas dudas sobre su rendimiento porque era fiable como un reloj suizo.

Su principal amenaza era un estadounidense, Horace Ashenfelter, al que apodaban «Nip» y que trabajaba desde hacía unos años como agente del FBI, al que llegó después de que un amigo le avisase que habían derogado la exigencia de tener un título de contabilidad o derecho para presentarse a las pruebas de ingreso como agente federal.

Como miembro de la Oficina Federal de Investigación, Ashenfelter mantuvo viva la ilusión por el atletismo que había desarrollado en su etapa universitaria en Penn State, a donde llegó procedente de Filadelfia. Aunque al principio sus deseos iban enfocados hacia otras modalidades como el béisbol, también recibió el consejo oportuno a tiempo. Un compañero le advirtió que, debido a las pocas solicitudes que había para entrar en el equipo de atletismo, con muy poco podrían ganarse un puesto y disfrutar de los privilegios que recibían aquellos que representaban a la universidad en las grandes competiciones nacionales.

El problema fue que el atletismo prendió en él. Pronto se advirtieron sus buenas condiciones como lo demostraron en los años posteriores los 17 títulos nacionales que consiguió para Penn State durante los años que compitió a nivel universitario.

La entrada en el FBI en 1950 no supuso un freno para su carrera atlética, pero le obligó a hacer ciertos cambios en su jornada diaria. En 1951 fue destinado a Newark (sus primeros meses como agente federal los pasó en Boston) donde se dedicaba sobre todo a comprobar y seguir a aquellas personas sospechosas de filiación comunista.

Ashenfelter planteó a sus superiores su interés por continuar su carrera atlética con la idea de desquitarse del mal sabor de boca que le habían dejado los Juegos de Londres en 1948 para los que no se había clasificado tras sufrir un golpe de calor en las pruebas clasificatorias. Helsinki era su gran oportunidad de subirse a un podio olímpico. En las oficinas del FBI solo recibió facilidades. Se le adaptó su horario para que tuviese tiempo para entrenar y sobre todo para que pudiese viajar a competir por Estados Unidos o en otros lugares. Todo lo suplía con su esfuerzo personal ya que en ocasiones le tocó renunciar a vacaciones o a descansos para dedicarlos al atletismo y compensar las horas de trabajo que se perdía durante la temporada. Solventado ese problema, el otro era la falta de instalaciones o de colaboradores en Newark para entrenar.

Se convirtió en una especie de,autodidacta que entrenaba la prueba de los 3.000 metros obstáculos en parques próximos a su casa y, en ocasiones, a horas intempestivas del día. Se fabricó sus propios obstáculos de forma rudimentaria para trabajar la técnica y se afanó en el entrenamiento para llegar a Finlandia en las mejores condiciones.

Ashenfelter viajó a Helsinki en compañía de su mujer y aprovecharon para hacer algo de turismo durante unos días antes de que el atleta se encerrase en la villa olímpica. Estaba tranquilo, consciente de que solo un accidente le apartaría del podio, aunque en su cabeza existía un deseo mucho más grande que no confesaba en público. Solo el día antes de la final se atrevió a decírselo a su mujer en la conversación telefónica que mantuvieron: «Mañana voy a ganar».

Plan perfecto para la final

La final respondió al plan que Kazantsev parecía haber diseñado. Impuso un ritmo alto (era una evidencia que se iba a correr por debajo del récord del mundo que había entonces en la distancia) y trató de romper la carrera desde la salida.

Ashenfelter permaneció por detrás, en el segundo grupo, sin dejarse llevar por los nervios. Mantenía fresca en su cabeza la idea de no regalar esfuerzos de forma gratuita.

El soviético acabó por bajar un poco el ritmo y los principales favoritos volvieron a agruparse para las vueltas finales. En una carrera en la que el ritmo de los atletas iba descaradamente a más, Ashenfelter y Kazantsev llegaron juntos a la última vuelta. El antiguo soldado del Ejército Rojo pareció tomar la iniciativa con el americano pegado a sus talones.

Ambos tenían un buen final y parecían convencidos de que la prueba se iba a solucionar en los poco más de cien metros que iban desde la ría hasta la meta.

Kazantsev siguió siendo el favorito hasta que aterrizó en el agua. Tomó el obstáculo antes que su gran rival, pero cayó rematadamente mal. Sus siguientes pasos tras dejar la ría fueron tortuosos, como si se hubiese hecho daño en la pierna izquierda.

Por su derecha Ashenfelter le adelantó con facilidad y enfiló la recta final con enorme suficiencia. El soviético no pudo pelear. Aquella persecución era completamente inútil. Reventado en lo físico y en lo mental estuvo incluso cerca de perder la medalla de plata ante el británico Disley que venía como un misil por detrás. Pero el oro le pertenecía a Ashenfelter (con récord del mundo incluido) que tras cruzar la línea de meta, donde casi atropella a un juez despistado, buscó con rapidez a su mujer en la grada para ir a besarla.

La victoria, una de las muchas que consiguió en Estados Unidos, fue todo un acontecimiento para el FBI. El propio Edgar J. Hoover, el polémico director de la agencia, le envió con rapidez un telegrama que decía «todos sus compañeros en el FBI estamos orgullosos de su brillante victoria y muy felices por usted».

El recibimiento en casa fue acorde a su logro. Homenajes, desfiles, recepciones con deportistas célebres, ofertas para acudir a programas de televisión… Ashenfelter había conseguido protagonizar una de las grandes sorpresas de aquellos Juegos Olímpicos y eso, entre otras cosas, le había valido para recibir el premio al mejor atleta del año en Estados Unidos. Después de aquello seguiría corriendo, pero su nivel ya no era el mismo. Llegó a los Juegos de Melbourne donde solo pudo ser sexto.

Fue su último gran servicio al atletismo americano antes de retirarse y seguir trabajando unos años para el FBI antes de pasarse al sector privado. Murió con 94 años en enero. Seguramente durante mucho tiempo haya repetido la broma que estrenó después de la final de Helsinki cuando dijo aquello de «soy el primer agente del FBI de la historia al que persigue un comunista».