Pietro Mennea y su entrenador, el legendario Carlos Vittori, llevaban meses con la mente puesta en la Universiada de 1979 que se celebraría en la mágica pista del estadio olímpico de México. La decisión de acudir a esa competición les había enfrentado a Primo Nebiolo, mandamás del atletismo italiano, que quería al velocista en la recién creada Copa del Mundo que se disputaba en las mismas fechas. El dirigente, poco acostumbrado a que se discutiese su autoridad, se tomó de mala manera la negativa de Mennea. Pero la voluntad del atleta no era fácil de doblegar. Vittori sabía que algo grande podía suceder. Su discípulo -un mezcla de talento natural y capacidad de sacrificio que se había llevado a entrenar diez años atrás al centro de alto rendimiento de Formia- se encontraba en una edad ideal (27 años) y no hacía mucho que le había tomado 19.8 en un cronometraje manual. No lo decían abiertamente, pero su intención era ir a la Universiada de México -aprovechando que Mennea estaba estudiando su segunda carrera, Ciencias Políticas- en busca del récord del mundo que Tommie Smith (19.83) había batido en esa misma pista en 1968 durante los Juegos Olímpicos. Una empresa descomunal, impensable para un blanco.

Nacido en Barletta, en el deprimido sur de Italia, Pietro Paolo Mennea no tardó en darse cuenta de que su velocidad era extraordinaria. Al principio, gracias a pequeñas apuestas que hacía en su pueblo corriendo contra coches o contra cualquiera que se atreviese a desafiarle, le valía para tener dinero suficiente para pagarse el cine de los domingos. Pero no tardó en convertirse en el medio para ganarse la vida. Sucedió después de aparcar el fútbol y tras ingresar en el Vis Barletta, el equipo de atletismo de la zona. Con 18 años Carlos Vittori le vio en un campeonato y le ofreció acompañarle a Formia (cerca de Roma) para trabajar con los mejores especialistas italianos. El técnico estaba impresionado por su frecuencia de zancada,un capricho de la genética cuya explicación hay que encontrar en su sistema nervioso. En los 100 metros no resultaba determinante porque Mennea tardaba en alcanzar la velocidad de crucero, pero en los 200 podía ser un cheque en blanco ya que había distancia suficiente para explotar aquel don. Vittori, perro viejo, lo sabía y priorizó siempre el trabajo con Mennea en el doble hectómetro. Lo que no imaginaba el entrenador era que aquel chico delgaducho, que no llegaba al metro ochenta ni a los ochenta kilos de peso, tendría semejante capacidad para el esfuerzo.

Durante cada uno de los más de quince años que Mennea pasó en Formia entrenaba 350 días, apenas descansaba, y su rigor con la alimentación -se jactaba de no haber bebido más que agua mientras duró su carrera deportiva- incluso le parecía exagerada a sus compañeros de concentración. Un día a Vittori se le ocurrió llegar diez minutos tarde a una sesión de entrenamiento y se ganó una reprimenda pública del propio Mennea, riguroso hasta lo enfermizo. No era de extrañar que en Formia le considerasen un «asceta», un tipo que mantenía una relación casi espiritual con el atletismo.

La colección de títulos y medallas de la «Bala del Sur» fue constante aunque da la impresión de que todo fue un hermoso envoltorio de su gran día, el de México. Mennea se sabía el más fuerte de aquella Universiada. Lo normal era ganarla, pero el objetivo era Tommie Smith, su ídolo, el hombre que en 1968 había dado una lección al mundo.

Primero en la pista al correr los 200 en 19.83 y luego fuera de ella cuando en el podio levantó su puño enfundado en un guante negro como símbolo del «Black Power», el movimiento de denuncia de la discriminación racial que se vivía en Estados Unidos durante aquellos turbulentos años de abusos. Mennea, con 18 años, se había sentido impresionado por la imagen. No podía imaginar que nueve años después estaría en el mismo lugar intentando mejorar la marca de aquel ejemplo vital que era Smith.

En la Universiada, Mennea correría cuartos, semifinales y final. Tres posibilidades diferentes. El atleta y Vittori tenían claro que el asunto estaba en encontrar las condiciones ideales en alguna de esas carreras. El 10 de septiembre, en las primeras eliminatorias, creyeron tenerlas. Mennea hizo historia, pero no la que imaginaba. Corrió en 19.96 y cumplía el sueño de bajar de 20 segundos, una barrera legendaria dentro de la disciplina de la velocidad en el atletismo.

Pero la prueba también ofreció dudas en relación al éxito de su misión en México que se multiplicaron al día siguiente, en las semifinales. Sin acoplarse demasiado en la curva, algo agarrotado en la recta, Mennea acabó en 20.04, demasiado lejos de su pretensión. La marca cubrió de pesimismo al italiano y a su entrenador, convencidos de que estarían mucho más cerca de su objetivo. Tal vez habían equivocado el tiro.

Llegó entonces el 12 de septiembre de 1979. Mennea correría la final por la calle cuatro, su favorita. En la pista de México y sus más de dos mil metros de altitud hay «momentos», instantes en los que una serie de factores coinciden para darle a los atletas la oportunidad de hacer algo irrepetible. Sucede cuando está a punto de llegar una tormenta. En los momentos previos el ambiente se llena de electricidad y sopla un aire caliente. Es lo que le sucedió a Beamon en 1968 antes de su salto y también a Mennea aquella tarde. La altitud, el 1.8 de viento a favor en la recta, la electricidad. La puesta en acción del italiano fue discreta y completó el primer 100 en 10.34 (nada del otro mundo). Pero en la entrada en la recta sucedió lo impensable. Aceleró de un modo descontrolado, subió la frecuencia de la zancada y corrió como nunca lo había hecho antes dejando en evidencia a sus rivales. Era «el momento». Hizo la segunda mitad de la carrera en 9.38 segundos. Cruzó la meta y aún hizo parte de la siguiente curva a tope, como si no quisiera detener su carrera. Volvió la vista y el marcador tardó en anunciar el registro. Señal de incredulidad, como con Beamon unos años antes.

De repente, 19.72 en las tablillas. Mennea solo pudo decir una cosa: «Cristo». Acababa de escribir uno de los grandes episodios de la historia del atletismo. El récord del mundo duró 17 años hasta que lo batió Michael Johnson.

Mennea hizo muchas cosas en la vida, ganó títulos, estudió cinco carreras, fue diputado, dio clase en la Universidad y siempre se mantuvo fiel a sus ideas hasta el punto de ser el primero en enfrentarse a quienes querían organizar los Juegos Olímpicos de 2020 en Roma: «El país tiene otras prioridades», dijo. Pero por encima de todo Mennea es aquel 19.72 que estableció en la altura de México. En 2013, su inesperada muerte dejó un vacío enorme en el mundo del atletismo. Como dijo el padre Antonio Truda en la homilía de su funeral: «Ve a celebrar tu victoria en la meta de los cielos».