El joven Alex Ferguson era un tipo que sabía perfectamente lo que era el esfuerzo. Lo veía a diario en Govan, localidad próxima a Glasgow donde nació en 1941. La ciudad había crecido de forma exagerada a principios del siglo veinte gracias al empuje de sus astilleros y aquella cultura basada en el sacrificio anidó en el hogar de los Ferguson que inculcaron ese sentimiento en sus cuatro hijos. Su padre les solía decir que respetasen por encima de todo a los astilleros porque «vosotros y los hijos que tengáis comerán gracias a ellos».

Alex no tardó en sentir una pasión desmedida por el fútbol que tuvo que compaginar con su ocupación como aprendiz en los astilleros de Clyde. No había alternativa. A sus padres les parecía muy bien eso de correr tras el balón siempre y cuando fuese construyendo su futuro. Sus condiciones como delantero le llevaron al Queen´s Park, un conjunto amateur en el que llegó a meter 21 goles en una temporada. Una cifra notable para un futbolista que acababa de cumplir los 18 años y que le abrió la puerta del St.Johnstone en 1960. Ya estaba a las puertas del fútbol profesional, pero nada cambiaba en su rutina diaria. Jugaba al fútbol si no se apartaba del astillero, donde incluso había comenzado a desarrollar una interesante actividad como sindicalista, otro detalle que marcó su juventud y ayudó a modelar el carácter.

Con el paso del tiempo a Ferguson le costaba encontrar tiempo para todas sus actividades. Y el problema es que el fútbol cada vez le pedía más dedicación. En 1964 se cansó de aquella situación agobiante y decidió, entre reproches familiares, hacerse profesional. Lo hizo con el traspaso al Dunfermline que le abrió las puertas de la Primera División y le situó en el punto de mira de los grandes conjuntos de Escocia. Ferguson era buen rematador, decidido y con un punto de dureza que seguramente provenía de lo que había mamado en el astillero de Clyde. Solo tres años tardó el Glasgow Rangers en lanzarse a por él. 68.000 libras pagaron, un récord en aquel tiempo por un futbolista escocés.

Le costó, pero acabó por hacerse un hueco en el once titular de los protestantes para el que llegó a anotar 25 goles en 41 apariciones. Números ilusionantes. Pero poco podía imaginar que su carrera en la élite del fútbol acabaría de forma abrupta en la final de Copa del 26 de abril de 1969 que enfrentaba al Rangers con el Celtic, el gran favorito.

Eran años grandes para los católicos dirigidos por Jock Stein. Dos años antes habían conseguido ganar la única Copa de Europa de su historia y casi todo aquel equipo legendario, criado en el entorno de Glasgow, seguía en el vestuario del Celtic Park. Pero en la final de 1969 había un detalle que podía ser determinante y llenaba de esperanzas a los protestantes del Rangers: Jimmy Johnstone no podía jugar. El pequeño extremo, uno de los más grandes dribladores que ha conocido la historia del fútbol, se había lesionado y no podía estar en Hampdem Park con lo que el melón de aquella final se abría de una forma inesperada. Por aquel entonces no existía receta -legal- para controlar su habilidad con lo que ausencia disparaba la ilusión en la caseta de sus rivales.

El Glasgow Rangers era consciente de que estaba ante una gran oportunidad, pero que no podía cometer errores. Lo pensaba David White, su irascible técnico. Había diseñado un plan minucioso para anular las muchas virtudes de sus rivales y todo pasaba por mantener una concentración superior al habitual. Una de las claves eran las jugadas a balón parado y los emparejamientos que había determinado. Ferguson era un buen cabeceador y White le encomendó el marcaje del capitán del Celtic, Billy McNeill, uno de los grandes recursos de Stein en los golpes francos y saques de esquina.

En el minuto tres de partido el Celtic entró por la banda izquierda y provocó el primer saque de esquina. El centro fue largo, en busca del segundo palo donde esperaban Ferguson y el capitán del Celtic. Es difícil entender el comportamiento del jugador del Rangers en ese instante. McNeill saltó con absoluta tranquilidad mientras Ferguson, a su lado, daba la impresión de estar paralizado. La imagen, que se puede encontrar con facilidad, es incluso grosera. El jugador del Celtic, sin oposición alguna, ajustó el remate al palo contrario donde Norrie Martin, meta de los protestantes, solo pudo acompañar el viaje del balón hasta el fondo de la portería. Justo lo que White no quería acababa de suceder delante de sus narices. ¡Y en el minuto 3!

A partir de ese momento el Celtic fue un ciclón. Ganó 4-0 sin que el Rangers diese la mínima señal de vida. Ferguson, superado posiblemente por su error, solo acertó a meterse en un par de reyertas con la defensa rival. Un desastre de partido que tendría consecuencias enormes para él. Su entrenador ordenó que a partir de ese momento se entrenase con el equipo de los reservas y en verano se le puso en el mercado. No quería verle delante. Se especuló con que la culpa de su marginación la tenía el hecho de que la mujer de Ferguson, Cathy, fuese católica. Pero el propio futbolista aclaró poco después que eso no tenía nada que ver. Que todo era culpa de la parálisis que le entró en la final ante el Celtic. El Rangers le traspasó al Falkirk, donde comenzó a compatibilizar la función de futbolista con la de entrenador. El estigma de aquella final le acompañaría durante mucho tiempo y su futuro estaba en los banquillos. Nacía una leyenda.