Wladimiro Panizza disputó dieciséis veces el Giro de Italia. Nueve de ellas estuvo entre los diez primeros de la general pese a dedicar toda la vida a pedalear para un jefe de filas. En 1980, con 35 años a cuestas, tuvo la ocasión de pelear por la victoria final en un entusiasta duelo con el francés Bernard Hinault.

A Wladimiro Panizza lo llamaban el campeón de la constancia. No entendía la vida sin la bicicleta y sin el Giro, su cita inexcusable cada temporada. Disputó dieciocho ediciones de la ronda italiana y solo en dos hubo de bajarse de la bicicleta antes de tiempo por culpa de una caída. De las dieciséis veces que llegó a Milán (tradicional punto final de la carrera) en nueve de ellas lo hizo entre los diez primeros de la general, algo que adquiere un especial mérito porque su papel siempre fue proteger a su jefe de filas.

En los años setenta, en los que el ciclismo italiano alumbró a alguna de sus grandes figuras, Panizza fue uno de sus fieles pretorianos. Moser o Saronni, entre otros, le deben su generoso servicio. Honesto, leal y duro como una piedra. No regateaba el esfuerzo jamás y eso le había convertido en una pieza codiciada dentro del pelotón italiano. Todos querían a Miro a su lado cuando la carretera se empinaba.

Había nacido en 1945 en Varese. Con Italia curándose las heridas de la Segunda Guerra Mundial, en una casa humilde. «Todos los ciclistas salen del hambre» era una famosa leyenda que se repetía en Italia. Panizza no llegaría para desmentirla. Era pequeño y musculoso. Su padre, comunista, le puso el nombre de Wladimiro en honor a Lenin.

El contacto con la bicicleta le llegó por obligación. Desde los catorce años comenzó a trabajar, pero para llegar a la fábrica debía recorrer cada día cuarenta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Por eso se hizo con una bici de segunda mano y sobre ella entendió el significado del cansancio, de la dureza del viento o de las cuestas. Y le gustó.

Fue un carnicero que dirigía un equipo de amateurs en Varese quien comenzó a entrenarse y no tardó en hacerse un hueco en el mundo del ciclismo. No tardaron en etiquetarle como un corredor con grandes condiciones para ser un gregario.

Desde ese momento ya no hubo manera de librarse de ese «sambenito» que le acompañaría toda la vida. Panizza corrió siempre para los demás, para algunos de los grandes nombres que daría Italia en aquel tiempo. Sus condiciones daban para objetivos más ambiciosos, pero solo en días contados logró la libertad de movimiento para intentar alcanzar la gloria negada por sistema. Sucedió en 1975 en el Monte Maddalena donde ganó la primera etapa de su vida en el Giro de Italia, o un año después en Pau en el Tour cuando se lanzó en un descenso suicida tras ascender el Aubisque. Junto a alguna vuelta menor aquellos fuero sus grandes triunfos individuales, jornadas en las que recibía una palmada en la espalda de su líder y un movimiento afirmativo desde el coche del director del equipo para intentar la aventura en solitario.

Pese a todo, aunque dedicase su esfuerzo a cuidar de los intereses de otros corredores, su fortaleza le permitía año tras año a situarse entre los diez primeros del Giro de Italia. Era una especie de reto personal. Trabajaba para el líder de turno, pero luego no se dejaba ir, se esforzaba por cuidar de su clasificación personal aunque en ocasiones eso le supusiera una regañina de su director que preferiría que se guardase alguna fuerza para el día siguiente. Pero Panizza sentía que no podía fallarle al Giro y tampoco a su propia estima.

En 1980 sucedió lo impensable. El ciclista de Varese tenía ya 35 años, pero seguía fiel a su oficio. El Giro, muy montañoso, tenía como gran atractivo la presencia de Bernard Hinault, que acudía en busca de su primer triunfo en la ronda italiana. Beppe Saronni, que había ganado la edición de 1979, era el jefe de filas de Gis Gelati, el equipo en el que corría en esos momentos Panizza. Italia presenta también un elenco importante de corredores, una mezcla de generaciones entre las que aparecen corredores como Moser, Visentini, Baronchelli o Bataglin. Hinault se pone líder tras la primera contrarreloj, pero cede pronto el rosa porque no quiere cargarse demasiado pronto de responsabilidad y deja que sea Visentini el que disfrute de la prenda durante unos días. Saronni ofrece síntomas inquietantes en las primeras etapas de montaña. No la pasa como un año atrás. El director del Gis libera entonces a Panizza del cuidado de Beppe. Su objetivo es soldarse desde ese momento a Hinault. En las primeras etapas de montaña acaba siempre delante o junto al corredor francés. Están lejos las grandes jornadas en los Dolomitas, pero Panizza cumple con su objetivo de forma escrupulosa. En la jornada quince, con final en Roccaraso, Hinault destroza el pelotón por completo, pero cuando alcanza los últimos metros comprueba que Panizza sigue allí, siguiendo su estela. El italiano se viste por primera vez de rosa en su vida. A los 35 años, trece después de su primera participación en la ronda italiana, se subía al podio para vivir el momento más grande de su carrera. Lloró emocionado mientras el público le rendía la ovación de su vida y Saronni le abrazaba ante los ojos de todo el país.

Panizza e Italia soñaron durante días. El corredor defendió seis días el liderato con la misma energía y coraje que había demostrado durante toda su vida. Se negó a resignarse ante la potencia de Hinault. Estaba al final de su carrera y por fin se sentía liberado de otra responsabilidad que la de escribir su propia historia. Y a eso se consagró. Los aficionados se volvieron locos con él y la prensa disfrutó con esa historia del gregario que encuentra al final de su carrera el premio a su esfuerzo. Era un cuento de hadas al que solo le faltaba poner el final perfecto. Panizza aguantó en las dos primeras etapas de los Dolomitas sin permitir que Hinault le apartase de su primer puesto. Faltaban tres días: la terrible jornada del Stelvio (cima Coppi de aquella edición), una crono de 50 kilómetros y el paseo final por Milán. El drama de Panizza, que se pasó toda una vida corriendo para los demás, fue que el día más importante de su vida su equipo no pudo ofrecerle a nadie que le echase una mano. En el Stelvio Hinault mandó a Bernardeau por delante. La jugada estaba clara, pero el Gis Gelato no pudo impedirla. El Caimán atacó en el último tramo del puerto y dejó a Panizza solo. Alcanzó a su compañero y juntos realizaron el último tramo de etapa. El de Varese se dejó el alma en la persecución, pero era imposible. Eran dos contra él en un terreno que no se adaptaba a sus condiciones. En Sondrio, meta de la etapa, los franceses llegaron con cuatro minutos de ventaja. El Giro estaba sentenciado. El sueño más hermoso de Panizza se había desvanecido de golpe. "A esta edad uno no puede llevarse estos disgustos" diría después de llegar a Milán donde acabaría en la segunda posición de la general. Aquel día, en medio de la tristeza que sentía, quiso al Giro de Italia más que nunca. Cinco años después, con cuarenta años, disputaría la carrera por última vez en su vida.