Dicen que no hay ni un solo vecino de Limerick o Cork de más de cincuenta años que no asegure haber estado en Tromond Park el último día de octubre de 1978, el día en que los All Blacks sufrieron la primera derrota de su historia ante un equipo irlandés. Lo que la selección nunca había logrado lo protagonizó un grupo de jugadores que se conocían desde pequeños, que habían pasado la vida entera jugando juntos al rugby y que nunca imaginaron que vivirían un acontecimiento como aquel.

Munster preparó aquel partido con una pequeña gira por Inglaterra en la que se bebió mucho, se peleó en exceso y se jugó de forma horrible. Una derrota dolorosa contra Middlesex (que había perdido contra Nueva Zelanda unos días antes por más de cuarenta puntos) y un empate ante los Irish Lions -una selección de jugadores irlandeses de Londres- no hacían presagiar nada bueno. Pero Tom Kiernan, un exjugador que ya sabía lo que era perder contra Nueva Zelanda y que se acababa de hacer cargo del equipo tras la renuncia por problemas de salud de su antecesor, aprovechó para unir aún más al grupo, para estrechar los lazos de un vestuario que se entregó a fondo en las duras sesiones de entrenamiento que el técnico programó, algunos en medios de colosales resacas. O reventaban o acababan convertidos en un equipo en condiciones de hacer frente a una empresa tan descomunal como aquella.

Durante el mes de octubre, Kiernan programó constantes sesiones de entrenamiento en los barracones militares de Fernoy (cerca de Cork). Se veían las caras los miércoles y luego los fines de semana. En un equipo amateur, con todos sus jugadores sujetos a horarios complicados en sus puestos de trabajo o estudios, acudir a Fernoy suponía un pequeño inconveniente. Pero allí estaban todos. Una semana tras otra. En aquellas modestas instalaciones incluso tuvieron que utilizar los focos de los coches para paliar la falta de luz del otoño irlandés.

Para completar la preparación, Kiernan consiguió gracias a un contacto con la BBC un par de grabaciones de los partidos de los All Blacks durante aquella gira. Eso les permitió disponer de una ayuda extra para hacerse una idea de lo que se les venía encima, aunque a algunos de los miembros del equipo aún les dolía el cuerpo de la última vez que se habían enfrentado con Irlanda a aquellas fieras. Pero en la mente de Kiernan se fue dibujando un plan al que daría forma los días previos al partido. Se trataba de jugar con el corazón, aunque sabían que no sería suficiente. Necesitaba también un plan. Nueva Zelanda, fiel a la tradición, disfrutaba con el juego dinámico, con la alegría en el movimiento. El entrenador irlandés decidió que solo tendrían alguna posibilidad si eran capaces de interrumpir su juego, de llegar a tiempo de placar una y otra vez. Eso les obligaba a jugar con un grado máximo de concentración e implicación en cada una de sus acciones porque los All Blacks no perdonarían ni uno de sus errores. Antes de saltar al campo, en el vestuario, Kiernan reunió a sus jugadores en torno a una silla. Se sentó en ella y durante diez minutos no dijo nada. Los irlandeses permanecieron en silencio mientras atronaban los gritos de los aficionados. Un instante de recogimiento, de unión. Luego llegaron las instrucciones, los apretones y el grito final: «For Munster».

No cabía un alma en el viejo Trommond Park. El día había amanecido húmedo y ventoso, pero un sol agradable brillaba cuando los jugadores saltaron al campo. Más de catorce mil personas se habían reunido en el estadio de Limerick. Había gente en las casas próximas, subidas a los árboles, a los muros. Todo el condado quería ver en directo a su equipo que formó en el quince titular de aquella tarde con seis jugadores de Limerick, cuatro de Cork, cuatro de Dublín y uno que, en palabras de su entrenador, «procedía de algún lugar de Inglaterra».

Apenas se llevaban cinco minutos cuando se produjo una jugada clave en el partido por el significado e impacto que tuvo en sus protagonistas. Atacaban los All Blacks cuando el oval llegó a Stu Wilson, un ala poderoso de metro ochenta y cinco. Apenas había arrancado cuando contra él impactó Seamus Dennison, centro de Munster de apenas metro setenta. Un choque cargado de dureza que relató como nadie el árbitro de aquel partido, el galés Colin Thomas: «El mejor placaje que vi en diecisiete años como árbitro. Stu llegó a cien por hora y fue como si se hubiese estrellado contra un muro. Quedó desplomado en el suelo, inerme. Miré a los jugadores de Munster y pensé estos tipos son más grandes que cuando saltaron al campo hace cinco minutos». Aquella acción relanzó la moral de los irlandeses que placaron una y otra vez. «Levántate y lucha», el título de su himno, era la consigna que se repetían unos a otros. Había que resistir, impedir que Nueva Zelanda hiciese fluir su juego de ataque y aprovechar alguna grieta que abriesen en su defensa. Justo lo que sucedió en el minuto 11. Una patada de Ward fue recibida por Jimmy Bowen en carrera. Atravesó como un disparo el campo rival dejando neocelandeses tirados con sus quiebros de cintura. A diez metros de la línea de marca, mientras esperaba el choque contra algún rival, cedió a Christy Cantillon que anotó el único ensayo del partido. De ahí en adelante Nueva Zelanda disfrutó de casi toda la posesión del partido, pero fueron incapaces de superar lo que su técnico describió posteriormente como un «equipo de kamikazes placadores». Munster incluso dejó de pelear los saques laterales porque sabían que era gastar fuerzas inútilmente. Esperaban y luego placaban, una y otra vez. Poco importó que la mayoría de la posesión fuese del equipo negro en el campo irlandés. Eran incapaces de hacerles daño. Los de Limerick se sentían poderosos, gigantes, dioses empujados por un público que transformó el estadio en una caldera en los últimos minutos. Un drop de Ward a poco del final puso el marcador en un 12-0 que sepultaba a los All Blacks y que iban camino de encajar su única derrota en los dieciocho partidos que disputaron durante aquella gira de otoño por Europa.

Llegó el pitido final y Tromond Park se convirtió en un manicomio. El público invadió el campo y llevó en volandas a los jugadores, ebrios de felicidad, incapaces de asimilar lo que acababan de conseguir. Por primera vez en la historia un equipo irlandés había ganado a Nueva Zelanda. Lo que su selección no había podido lograr lo habían firmado los chicos del condado de Munster. Para muchos aquella fue la victoria «del pueblo», la de unos muchachos que habían ido juntos al colegio y que acabarían por protagonizar la mayor hazaña del rugby irlandés.

Pero la felicidad no pudo ser completa en el vestuario irlandés. El pequeño giro dramático de la historia. En medio de la felicidad sonó el teléfono. Un amigo llamaba a Donald Canniffe, el capitán de Munster. Le tenía que comunicar una mala noticia. Su padre había muerto tras sufrir un infarto mientras escuchaba el partido por la radio. La alegría se apagó de repente. El capitán del equipo, el hombre que había mantenido vivas en el campo las instrucciones de Kiernan, se duchó en silencio, abrazó a sus compañeros y condujo durante horas en dirección a Dublín, completamente invadido por la tristeza. Munster canceló cualquier celebración. Una cena en compañía de sus rivales. Modesta y silenciosa.