En Japón aseguran que uno de los acontecimientos que más espectadores movilizó delante de los televisores fue la victoria de la selección femenina de voleibol en los Juegos Olímpicos de 1964 que se habían celebrado en Tokio. Aquel triunfo fue el fruto a seis años de trabajo agotador que las jugadoras habían realizado bajo el mando casi tiránico de Hirofumi Daimatsu, el entrenador demonio, que sometió a las japoneses a una disciplina en la que su vida se limitó al trabajo por las mañanas y el entrenamiento el resto del día.

Tras los Juegos Olímpicos que habían organizado en Tokio en 1964 de pocos triunfos se sentían más orgullosos los japoneses que del oro que había conquistado la selección femenina de voleibol. Ellas habían curado al país de la enorme decepción que había supuesto la derrota del judoka Kaminaga en la final de los pesos pesados ante el holandés Geesink. Aquello fue el maracanazo del judo, uno de los grandes episodios de la historia olímpica. Y aunque los nipones dominaron el resto de categorías haciendo bueno el pronóstico, perder el peso principal fue un golpe descomunal para ellos e hizo que su atención se desplazase a la pista de voleibol donde las brujas de oriente (el apodo que habían recibido por su extraordinario rendimiento durante los años anteriores) acabarían por convertirse en las primeras campeonas olímpicas de voleibol de la historia.

Pocos días después, entre los actos festivos que se vivieron en todo el país, hubo una recepción con el primer ministro japonés Ikeda. En ella la capitana del equipo, Masae Kasai, se dirigió a él para explicarle el inmenso esfuerzo y los sacrificios que habían hecho las jugadoras durante años. Lo retrató de un modo tan concluyente como sorprendente: «Tengo 31 años y no he tenido tiempo para buscar un marido con el que fundar una familia». Kasai tenía pensado retirarse dos años antes y poner fin a la etapa de su vida en la que solo había trabajo y entrenamiento. Estaba cansada, ansiaba una vida tranquila, una pareja y niños. Para los convencionalismos de la época y de la sociedad japonesa, que ella seguía a pies juntillas, ya iba con mucho retraso.

El voleibol le había obligado a demorar sus planes. Después del Mundial de Rusia en 1962 estaba decidida a abandonarlo, pero entonces se vio desbordada por el compromiso con sus compañeras y por el cariño de los japoneses. Cuando se supo que el voleibol sería olímpico por primera vez en Tokio y que Kasai pensaba retirarse, los aficionados del país le enviaron más de cinco mil cartas en las que le rogaban que se quedase, que no se fuese todavía y que luchase por ganar aquel oro. La responsabilidad le pudo y la capitana volvió a la espartana disciplina de Hirofumi Daimatsu, el entrenador demonio del equipo japonés.

Daimatsu había sido un buen jugador en su etapa escolar y universitaria, pero donde destacaría por encima de todo sería en la dirección técnica. En 1953 se hizo cargo del equipo femenino de voleibol de la compañía Nichibo, una fábrica textil en la que había comenzado a trabajar, y al que convirtió en el mejor del país. Arrollaba con facilidad al resto de equipos, pero le quedaba una revolución pendiente. El voleibol japonés aún estaba en pañales. Seguían fieles a la modalidad de nueve jugadores en vez de seis como en el resto del mundo.

En 1958 se decidió que era el momento de cambiar, de adaptarse y tratar de competir con los mejores. De ese proceso se encargó Daimatsu. Japón convirtió al Nichibo en la selección nacional y los poderes del técnico se multiplicaron para adaptar al equipo a lo que sin duda ya era otro deporte. Todo debía cambiar si querían tener alguna posibilidad. En el campo y fuera de él. Las jugadoras del Nichibo trabajaban por la mañana en la fábrica y por la tarde entrenaban.

Daimatsu era un loco de la disciplina, pero también del estudio y la evolución. No se cansó de analizar para compensar el retraso que llevaban con respecto al resto de los grandes países del mundo. En 1960 el equipo dio muestras de su enorme evolución y consiguió la plata en el Mundial que se disputó en Brasil. No era suficiente para el entrenador que intensificó el trabajo y exprimió aún más a las jugadoras con vistas a la siguiente edición del Mundial que se disputaba en Rusia. Allí, en 1962, Japón dio una de las grandes sorpresas al imponerse a la selección organizadora y conquistar lo que parecía impensable solo unos años antes. Pero el equipo estaba fundido por completo. Por eso Masae Kasai, entre otras, había decidido echarse a un lado y dedicarse a trabajar y a vivir. Pero la llegada del volei al olimpismo, las cartas de los aficionados y la responsabilidad de cumplir con su país en una cita histórica le pudo.

El problema fue que Daimatsu sintió algo parecido a ella. Para él no había otra meta en la vida que darle a Japón el triunfo en sus propios Juegos Olímpicos. El viejo y a veces desmedido sentido del honor de los nipones y mucho más en un tiempo en que el dolor de la derrota en la Segunda Guerra Mundial seguía sin estar curado del todo. El entrenador demonio hizo entonces honor a su nombre. Durante los dos años anteriores a la gran cita el equipo vivió en un régimen de disciplina espartana. Trabajo por la mañana, interminables sesiones de entrenamiento por las tardes.

Empezaban a las cuatro, después de comer, y en ocasiones acababan de madrugada. Repetir y repetir sin apenas descanso. Se trabajaba el aspecto físico, el táctico y el psicológico. La presión era inmensa porque Daimatsu solo quería con él a las más fuertes, a las que fuesen capaces de soportar aquella exigencia. «¿Quieres irte con tu mamá?» le preguntaba con desdén a las que veía titubear. Solo descansaban los domingos durante todas las semanas del año. En esos dos años no existían las vacaciones ni otra clase de distracción. Todo estaba enfocado en el entrenamiento. Y las jugadoras, siguiendo el tradicional sentido de la obediencia japonés, cumplieron durante aquellos veinticuatro meses infernales.

En octubre de 1964 se celebraron los Juegos en Tokio. El equipo de Daimatsu muy pronto dio muestras de estar a un extraordinario nivel. Las jugadoras, lejos de sentir la presión de jugar en casa y de verse con la obligación de conquistar el oro, rindieron a un nivel soberbio. Incluso cuando Kaminaga perdió la final en judo ante Geesink y sintieron que la mochila de la responsabilidad aumentaba se mostraron imperturbables. Llegó entonces la final ante Rusia, la gran favorita pese a la derrota dos años antes en el Mundial de Moscú. Cinco mil personas llenaron aquel 23 de octubre el pabellón de Kamazawa y el resto del país se sentó ante el televisor para asistir al partido. Cuentan que aquellas horas fueron las de menor consumo telefónico de toda la historia de Japón. Solo existían ellas. Las rusas, más grandes y fuertes, que no habían cedido un set en todo el torneo (Japón sí) no pudieron hacer nada para frenar a las brujas de oriente. 15-11, 15-8 y 15-13 y las discípulas de Daimatsu fueron las primeras japonesas en ganar un oro olímpico. Solo hubo un momento de duda cuando tenían el partido resuelto con 11-3 en el último parcial. Los nervios afloraron y las rusas llegaron a situarse 14-13. Pero entonces encontraron la calma para cerrar el partido. Un estallido de felicidad en todo el país, un alivio enorme para el técnico y para las jugadoras.

Y volvemos a la recepción con el primer ministro Ikeda. Este escuchó con atención a la capitana y, tras agradecerle su esfuerzo, le prometió que tomaría cartas en el asunto. Unos días después la citó para conocer a un amigo suyo, oficial del ejército japonés, llamado Kazuo Nakamura. Tras una primera cita algo decepcionante, aquello consolidó, pese a que el militar también tenían sus reservas a la hora de comprometerse por si el país volvía a entrar en guerra. Dos meses después celebraron una boda que se convirtió en todo un acontecimiento en Japón.

Ikeda no fue el único que se preocupó por la situación sentimental de las jugadoras. El propio Daimatsu, consciente de su entrega y de todo a lo que tuvieron para darle el oro olímpico, se implico personalmente en la búsqueda de pareja para muchas de ellas. Sentía que se lo debía después de que él las apartase casi por completo de la vida civil.