En 1930 el Giro de Italia se enfrentó a lo que sus organizadores entendían era su primera crisis importante. La carrera, que tenía veinte años de vida, corría el riesgo de perder el interés de sus aficionados, de una parte de los corredores y de algunos equipos. La culpa era de Alfredo Binda. «La Gioconda» -era como apodaban al ciclista de Cittiglio por su elegancia y la leve sonrisa que solía mostrar en público- se había transformado en un absoluto dictador en el Giro.

Nadie era capaz de discutirle la clasificación general ni la mayoría de las etapas. Se había llevado para casa las ediciones de 1925, 1927, 1928 y 1929 ganando veintisiete de las cuarenta y una etapas que se habían celebrado en esos últimos tres años. En una de esas ediciones, la de 1927, consiguió la victoria en doce de las quince etapas, pero no contento con eso pasó el primero por cada uno de los puertos puntuables que hubo en esa edición del Giro. Una absoluta barbaridad, pero así era su control de la carrera y así le gustaba mostrarlo.

Binda además no era un corredor simpático. Tenía un punto de arrogancia considerable y le costaba conectar con los aficionados. Además, su llegada al Giro de Italia en 1925 impidió que Girardengo - todo lo contrario que él, un hombre afable que se había ganado el cariño sincero de los italianos- no pudiese cumplir el sueño de retirarse con la victoria en la carrera que más quería. En los años posteriores se buscó un ciclista que le hiciese frente, pero era imposible. Learco Guerra, otro corredor que conectó con las clases populares, fue el siguiente en intentar desbancar a Binda, pero también se estrelló en el intento.

En 1929 llegó a ser silbado por los aficionados tras su enésimo triunfo consecutivo en una etapa. No le afectaba en absoluto la situación y cuando le preguntaron dejó una sentencia esclarecedora: «No tengo el mínimo interés en dar espectáculo. Mi negocio consiste en ganar carreras de bicicletas».

A los organizadores del Giro de Italia comenzaron a llegarle rumores y comentarios inquietantes. Ciclistas que decían que a lo mejor no acudían a la carrera porque no veían aliciente alguno y que era mejor ahorrar energías para otras pruebas en las que tenían mas posibilidades de éxito. Tampoco los equipos se sentían demasiado cómodos ante el panorama y luego había un dato más sencillo de calibrar, las ventas de la Gazzetta dello Sport -creador del Giro y gran impulsor de su popularidad- habían bajado en la edición de 1929. La clásica pregunta de ¿quién ha ganado hoy? dejó de hacerse y los aficionados solo se cuestionaban si aquella tarde había vuelto a cruzar Binda el primero la línea de meta

Seguramente más preocupados de lo que debían los responsables de la carrera tomaron una decisión que no tiene precedentes en el mundo del ciclismo: pagarle a un corredor para que no disputase el Giro. La decisión sonaba a locura, pero estaban convencidos de que era la única manera de que la prueba no se convirtiese en un permanente paseo militar de un ciclista que no solo era mejor que el resto sino que además tenía una ambición desmedida para arrasar la lista de premios. Emilio Colombo, director de La Gazzetta, y Armando Cougnet, uno de los fundadores de la carrera, se reunieron con Binda y con Emilio Bozzi, el duelo de Legnano, la fábrica de bicicletas para la que corría el de Cittiglio. Les pusieron encima de la mesa 22.500 liras por no disputar aquella edición del Giro de Italia y justificaron la oferta por la situación de aburrimiento que percibían del exterior. La cifra era lo que Binda podría haber conseguido en caso de ganar la general del Giro y media docena de etapas. Binda hizo cálculos con rapidez.

El dinero era sustancioso porque además le permitía enfocar el calendario de otro modo, preparar carreras diferentes y disputar las jugosas pruebas en los velódromos que estaban muy bien pagadas. Este último punto supuso una intensa discusión porque los responsables del Giro en un principio se negaron por el temor a que, por muy impopular que fuese Binda, hubiese más público en los velódromos que en las cunetas de las carreteras para ver pasar a los ciclistas. Bind amenazó entonces con correr el Giro de 1930, lo que obligó a Colombo y Cougnet a ceder y permitirle organizar el calendario sin ninguna clase de restricción. «Con todo lo que voy a ganar en esos meses, corriendo y sin correr, podré comprarme dos casas en Milán» le dijo a su patrón Bozzi tras estrechar la mano de sus interlocutores.

El año resultó especialmente jugoso para Binda porque Henri Desgrange, el jefe del Tour, llevaba años intentando convencer al italiano para que disputase la carrera francesa, pero siempre encontraba la misma respuesta, que el Giro era su prioridad porque era la más valiosa para él y para su patrocinador. Tras conocer su acuerdo para no participar en la edición de 1930 Desgrange insistió como nunca para tener a Binda en la línea de salida y, como sus colegas italianos, hizo algo a lo que siempre se había negado.

Le ofreció dinero por participar. Llegaron a un acuerdo para que permaneciese en secreto porque el responsable del Tour no quería enfrentarse en el futuro a la obligación de pagar por adelantado a los mejores corredores del pelotón para garantizar su presencia. Binda guardó silencio y se preparó para el Tour de Francia. Sin dar una pedalada en las grandes pruebas del calendario tenía los bolsillos llenos del dinero del Giro y del Tour.

La ausencia de Binda en Italia dio paso a una carrera más abierta resuelta por muy escaso margen a favor de un chico joven por el que había apostado Legnano, el equipo de Binda, que no quería ceder tan fácil el reinado en la prueba pese a la ausencia de su gran figura. Se llamaba Luigi Marchisio y mantuvo una enconada pelea por la general con Luigi Giacobbe al que aventajó en menos de un minuto, muy lejos del resto de participantes. La gente siguió la carrera con entusiasmo, pero el resultado no fue el esperado por los responsables del Giro que nunca más se volvieron a plantear la posibilidad de pagar a un corredor por quedarse en su casa. El negocio siempre estaría en tener a los mejores en la línea de salida aunque se supiese que iban a ganar.

Mientras tanto, en el Tour de Francia Binda no tuvo demasiada suerte pese a que posiblemente era el mejor ciclista de los que participaron en aquella edición. En la séptima etapa, con su compatriota y rival Learco Guerra como líder y a las puertas de que llegase la alta montaña en la que esperaba imponer su ley, sufrió una caída que le hizo perder algo más de una hora y le dejó sin esperanzas de pelear por vestirse de amarillo en París. Tal vez para demostrar que tenía piernas para ello y para redondear de paso su año de ingresos conquistó dos etapas de forma consecutiva en los Pirineos y se marchó para casa con la sensación de que se le había escapado la ocasión de su vida de ganar el Tour de Francia. Nunca volvió a correrlo.