Harrison Dillard tenía trece años cuando acudió junto a sus amigos al impresionante recibimiento que Cleveland le había preparado a Jesse Owens tras la inolvidable actuación en los Juegos Olímpicos de Berlín, en los que había ganado cuatro medallas de oro. Todo un acontecimiento para la localidad de Ohio a la que el fabuloso velocista que había llegado siendo niño dentro de la Gran Emigración Negra en la que casi dos millones de personas huyeron de la segregación que se vivía en los estados del sur y encontraron refugio en el norte y este de los Estados Unidos.

El caso de la familia Owens era el mismo que el de los padres de Dillard, dos aparceros de Alabama que en Cleveland encontraron trabajo como obrero de la construcción y como empleada doméstica. El pequeño Harrison creció impresionado por las condiciones del estudiante más famoso de la East Technical High School, el mismo instituto en el que se matricularía poco después. Se colaba a verle entrenar en la jaula de ardillas, que era como conocían al pequeño pabellón cubierto que había en el centro, seguía sus progresos y festejaba cada una de sus conquistas como si fuese propia. Por eso el día de su desfile victorioso por las calles de Cheveland estaba exultante, pletórico. Y mucho más cuando Owens, en medio de tanta celebración, vio desde el coche descapotable a Dillard y sus amigos, a quienes conocía del vecindario, y se paró a saludarles.

Harrison regresó a casa tan impresionado y excitado que le dijo a su madre: «Voy a dedicarme al atletismo, voy a ser tan rápido como Jesse Owens». La mujer escuchó aquella proclama infantil con una mezcla de ternura e indiferencia. Para que ese sueño se pudiese hacer realidad mucho tendrían que cambiar las cosas para Harrison Dillard, un niño que había sufrido raquitismo y que apenas pesaba veinticinco kilos cuando tenía once años. Tanto era así que sus amigos le empezaron a llamar Bones (huesos), el apodo que le acompañaría el resto de su vida.

Pero el chaval comenzó a practicar atletismo con la misma pasión que empleaba en casi todo y encontró mayor diversión en las vallas. Saltar obstáculos era uno de los juegos en los que siempre había demostrado mayor habilidad que la mayoría de sus amigos. Ponía pequeños objetos sobre las vallas que trataba de evitar mientras saltaba. Una forma de cuidar los detalles, de mejorar la técnica y de exigirse más. Y comenzaron a llegar los buenos resultados. Su cuerpo, siempre flaco, había ganado potencia y el entrenamiento había hecho el resto.

Reclutado en la II Guerra Mundial

El problema fue que la Segunda Guerra Mundial interrumpió su carrera deportiva y los estudios como economista. Fue reclutado en la 92 División de Infantería, formada en su totalidad por negros y a los que se conoció como los Soldados Búfalo. En 1944 desembarcaron en Italia con la misión de empujar a los alemanes y a los italianos hacia el norte. Dillard estuvo siete meses de servicio en el frente. «Aprendí mucho sobre la supervivencia y el odio. Todos los días te levantabas con el convencimiento de que podía ser el último», aseguraría a su regreso a casa.

Con el final de la Segunda Guerra Mundial vivió un episodio realmente curioso. Semanas después de la rendición de los alemanes, se organizó en Frankfurt una especie de competición atlética entre los diferentes ejércitos. A Dillard, que ya era famoso por sus logros en su etapa universitaria, le metieron en un avión y le llevaron hasta Berlín para que participase. Ganó tres pruebas con enorme autoridad y tras finalizar la competición a una revista militar norteamericana se le ocurrió preguntar al general Patton, testigo de la prueba, por su actuación. La respuesta del hombre que lideraba el III Ejército de Estados Unidos fue concluyente: «Es el maldito mejor atleta que he visto en mi vida».

Tras su paso por Europa, Harrison Dallard se centró en su carrera atlética para protagonizar una de las rachas más extraordinarias de la historia. Hasta junio de 1948 consiguió ganar 82 pruebas de forma consecutiva, un registro que solo sería capaz de derribar el vallista Edwin Moses, especialista en los 400 metros vallas, en los años ochenta. Era intratable y la medalla de oro en los Juegos de Londres de ese año era una absoluta evidencia. Pero sucedió lo impensable. En los trials americanos, la terrible prueba de clasificación que se organiza antes de los Mundiales y los Juegos Olímpicos y que no admite el mínimo error, Dillard tropezó ligeramente en el primer obstáculo. Y eso le descentró por completo. Fue derribando vallas y a unos metros del final se detuvo consciente de que no tenía la menor posibilidad. Un mazazo impensable para él, un batacazo inesperado.

La clasificación para los 100 metros (fue tercero) no compensaba el dolor que sentía por quedarse fuera de la prueba en la que se sabía intocable. Pero trabajó como nunca para hacer el mejor papel posible en Londres en la prueba de los 100 metros y allí volvió a suceder lo impensable. Corriendo la final por la calle seis, muy próximo a la grada, Dillard hizo la carrera de su vida sin obstáculos por el medio. La mayoría de los asistentes creía que la victoria había correspondido a Barney Ewell, que lo celebró como si así hubiese sucedido. Pero por primera vez se utilizaba en los Juegos el sistema de la fotofinish y tras un cuidadoso análisis por parte de los jueces, estos dictaminaron que el triunfo era de Harrison Dillard, que no se lo podía creer. Además, había igualado el récord olímpico que su vecino Jesse Owens había logrado doce años atrás en Berlín. Era como si el destino le hubiese querido compensar por la decepción que había supuesto perderse la carrera de vallas. Su entrenador, Eddie Finnegan, lo resumió mejor que nadie poco después de verle colgarse el oro en el podio: «El destino es extraño y maravilloso. Voy a buscar una iglesia por algún lado». Para completar su gran participación sumó otra medalla de oro como miembro del relevo americano del 4x100 que no encontró rival.

Reconocimiento modesto

A su vuelta a casa Dillard no tuvo el desfile ni el baño de masas de Jesse Owens. Sí encontró el cariño y el reconocimiento de su gente, de sus vecinos. Y también un trabajo cómodo como responsable de publicidad de los Cleveland Indians, el equipo de fútbol americano de la ciudad. Esa ocupación le permitía ingresar un buen dinero y al mismo tiempo organizar su tiempo con comodidad para preparar los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952 en los que debía quitarse una espina de encima, la de reinar en los 110 metros vallas, la prueba a la que había consagrado su vida.

A Finlandia llegó con 29 años y esta vez sin contratiempos inesperados en las pruebas de clasificación. En la final se mostró intratable para acabar con un tiempo de 13.7 por delante de sus compatriotas Davis y Barnard. Para redondear su actuación sumó otro oro en el relevo corto como había sucedido cuatro años atrás para cerrar su carrera con cuatro títulos olímpicos y transformarse en el único de la historia que se ha colgado el oro tanto en pruebas en liso como en vallas.

Después de aquello Harrison Dillard se dedicó a vivir. Se casó con Joy, una jamaicana, en 1956 y con la que estuvo casado cincuenta años hasta que ella murió de un cáncer. Vendió seguros de vida, trabajó como responsable de programas en una emisora de radio, escribió una columna deportiva en Cleveland y gestionó la economía de la educación pública de esta misma ciudad de Ohio. Una vida intensa y una carrera gloriosa que sin embargo no recibieron el reconocimiento de otros deportistas con menos méritos que él. Jamás se preguntó por qué. «Me he limitado toda la vida a tratar de ganar la siguiente carrera, sin hacerme más preguntas, sin pensar en ser mejor que nadie. Eso solo lo decidía el cronómetro», explicaría en una entrevista poco después de descubrir en 2015 la estatua que en su honor se levantó en el campus de la Universidad Balwin Wallace, donde se graduó en Economía. Era el campeón olímpico americano más viejo que seguía vivo hasta que hace unos días, con 96 años, su corazón se detuvo para siempre. Se fue con la ilusión de que la gente, por encima de todo, le recuerde como "un gran tipo".