La felicidad debería considerarse como concepto dinámico y flexible, con capacidad de adaptación y cambio dependiendo del momento, la madurez y la inteligencia.

Además, si consideramos la felicidad como un estado, esta debería ser temporal, dependería de situaciones e influiría en nuestra manera de pensar y actuar, pudiéndose percibir a través de los sentidos.

Me cuesta no relacionar este concepto con el equilibrio y la calma. Encontrar un equilibrio o calma emocional nos resulta muy complicado, pero, ¿nos llega a aburrir? Nos educan para ser cada vez mejores y nos hablan de la importancia de salir de nuestra zona de confort para avanzar y aprender, por tanto, los cambios nos hacen perder la calma y los equilibrios mentales, pero en ocasiones, nos hace ser mejores.

Por otro lado, nos encontramos ante una sociedad donde el estrés es el mejor amigo del hombre, donde el ayudar a los demás no es lo realmente importante (en ocasiones es considerado ser un pardillo), donde la confianza y la paciencia están perdidas y donde la comunicación a través de pantallas resulta más motivante y creíble que a la cara.

La vida va demasiado deprisa como para hablar de calma, bienestar, equilibrio y felicidad, banalizando tales conceptos que hasta la propia educación y sociedad nos hace que los confundamos, buscándolos sin rumbo y conformándonos con nada.

Sin ser conscientes, el mensaje positivo de la taza de café nos es suficiente, ya que resulta más complicado reflexionar sobre el día que vamos a tener, sobre los objetivos de mejora o en las posibles problemáticas que nos podemos ir encontrando para que no nos afecten demasiado. Lo podríamos llamar como un «calentamiento del día», con tiempo, con predisposición y orientado a la reflexión y a la solución de problemas.

También parece ser que resulta más fácil opinar de los demás, elaborando juicios de valor sin llegar a pensar en las posibles consecuencias emocionales que podemos generar, más que la realización de un análisis profundo de uno mismo. Pues pensar en qué debemos cambiar y por qué, cómo y cuándo vamos a tener la suficiente fuerza de voluntad y convicción para buscar el cambio es mucho más costoso.

Equilibrarnos y buscar la calma supone esfuerzo, término importante y del que todo el mundo habla, pero pocos saben cómo educarlo. Premiar y reforzar comportamientos determinados que rozan más la normalidad que el propio valor del esfuerzo no es más que un castigo futuro de inmadurez.

La impaciencia disminuye la capacidad de sacrificio y constancia, con ello, la llamada fuerza de voluntad. Sin perseverar será difícil decidir de una manera adecuada ante tentaciones, falsas creencias, miedos y redes sociales.

La felicidad del ser humano aspira a sentirse seguro y válido por sí mismo, buscando mejorías para su alrededor. Por ello debemos dar más importancia a la independencia y la autonomía, y menos al reconocimiento y las creencias de necesidad.

Aceptar que la felicidad es un estado, no un estilo de vida, el cual hay que lucharlo y trabajarlo para encontrar un equilibrio entre lo que pensamos, sentimos y hacemos.

Sin valores, no se puede trabajar la capacidad para esforzarnos a perseguir un objetivo, tampoco para reconocernos y ser conscientes de nosotros mismos y mucho menos para cambiar creencias.