«Me verán como un monstruo», fue la frase que Michael Jordan le dijo a Jason Hehir, director del impresionante, vistoso, estremecedor y didáctico «El último baile», que refleja cómo mandaba, cómo empujaba, cómo alentaba, cómo maltrataba y, sí, cómo motivaba, el gran «Air» Jordan a sus compañeros e, incluso, a sus jefes, amos y gerentes de los Chicago Bulls para conseguir victorias y títulos que son suyos, pero también de ellos.

La docuserie de Netflix ha destapado las dos caras de Jordan, incluso ha provocado comentarios, críticas y ataques que jamás hubiesen surgido de no plasmarse en las pantallas las situaciones extremas que refleja, en las que el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos no solo demuestra ser un auténtico líder, el más duro de todos, sino un tipo capaz de bajarse el sueldo para que su club pudiese contratar a jugadores que le permitiesen seguir mejorando día a día y seguir ganando.

Hasta Phelps fue un imbécil

Pocos días después de que se estrenase la serie, otro de los deportistas más grandes que han existido jamás, el nadador norteamericano Michael Phelps, poseedor de más medallas olímpicas que nadie en la historia (28), reconocía haber sido «un imbécil» como Jordan, forzando al máximo a sus compañeros de equipo, de entrenamiento, de piscina, «para sacar lo mejor de ellos pero, también, también, lo mejor de mí. Quería asegurarme que todos ellos iban a tener las mismas posibilidades que yo de ganar».

No todo el mundo defiende que tener un compañero así, por más crack y salvador que sea, es agradable, es positivo, es asumible. Luis Enrique, por ejemplo, enorme futbolista, ganador como pocos y actual seleccionador de fútbol español comparte, sí, la grandeza de Jordan e, incluso, el tipo de líder que representa, aunque no sé si sus maneras. «Liderar para Jordan es fácil. A mí me gustaría por lo que significa a nivel mundial. La parte fea no me gusta. Siempre he valorado a mis compañeros cracks, pero si hubiera tenido compañeros que me hubiesen criticado, creo que me hubiera generado desconfianza, miedo a fallar. Jordan hubiera llegado a cotas mayores entre sus compañeros sin ese rol. Jordan, para los de mi quinta, era Dios. Sigue siendo un número 1. Yo idolatré al deportista, la persona me da igual. Jordan permitió que, en aquellos años, las cámaras filmasen la vida del equipo y se les viera relajados».

Estrella o líder. Ser duro con uno mismo y/o serlo con los demás. Maltratar a tus compañeros para exprimirlos al máximo o enfurecer al rival con tu actitud. Ser sólido, creíble, duro o ser altivo, bocazas, pura imagen. Trabajar para ti o trabajar para el equipo. Es evidente que no es lo mismo un deporte individual, aunque siempre tengas un equipo a tu alrededor que te ayuda a ganar, o formar parte de un vestuario en un deporte colectivo. Es evidente que la dureza de Jordan era, sí, una dureza y una altivez que servía para que ganase él, para que brillase él, pero también, la historia lo demuestra (y más aún «El último baile»), para que los Chicago Bulls se convirtiesen en uno de los cinco mejores equipos de la historia de la NBA.

La altivez de las estrellas

No existe, o no aparece en «El último baile», una frase de Jordan como la pronunciada por Cristiano Ronaldo, entonces en el Real Madrid, tras perder un día ante el Atlético: «Si todos estuvieran a mi nivel, estaríamos los primeros». Tampoco como las muchas de Zlatan Ibrahimovic: «Me hago gracia de lo perfecto que llego a ser». Ni siquiera como la pronunciada en su día por el tremendo e inmenso, sí, Lebron James: «Soy el elegido». Si acaso las hay parecidas a la que solía pronunciar otro gigante, Shaquille O'Neal: «Si el general no entra en pánico, la tropa no entra en pánico».

«La credibilidad de los compañeros no se gana con declaraciones, sino con actuaciones, sacando las castañas del fuego al equipo cuando más lo necesita, predicando con el ejemplo cada día y hablando claro en el vestuario», explica Pep Marí, psicólogo deportivo. «Hay infinidad de estrellas que juegan para ellos, que solo les preocupa sobredimensionar su figura. No son líderes, ni quieren serlo, ni tienen madera de líderes», explica Xesco Espar, exentrenador del Barça de balonmano y experto en coaching. «Juegan para engrandecer sus números. No hacen buenos a los demás. Ni lo intentan. Suelen hablar de ellos, no del equipo. El nº 1 debe tener una voz, una opinión que beneficie al equipo».

Aquel Estiarte individualista

«Sé que era buen jugador y buen compañero, pero me faltaba la excelencia: el altruismo. Dentro del agua era un animal. No aceptaba que uno no entendiera algo o que otro no me diera bien los balones. Había partidos en que marcaba cinco goles, perdíamos, y no me producía un disgusto. Dejar de ser un egoísta fue un proceso. Seguramente influyó la llegada del seleccionador croata Dragan Matutinovic por lo mucho que nos hizo sufrir a todos. Empecé a jugar más para el equipo, volvía atrás, robaba balones y noté que los demás me lo agradecían».

Esta brutal confesión de Manuel Estiarte en su libro «Todos mis hermanos» (Plataforma Editorial, 2009) refleja el comportamiento tirano que muchos nº 1 han ejercido y ejercen sobre sus compañeros en equipos de élite. Estiarte, que llegó a ser el mejor jugador de waterpolo del mundo, experimentó una evolución y su subrayada competitividad no se resintió por modular mejor sus exigencias hacia sus compañeros.

«Hoy me toca pedir disculpas a mis compañeros por los tiempos anteriores a mi proceso de cambio. Y lo hago; me arrepiento de no haberles dado, en todos aquellos años, el mejor Manel Estiarte, en vez del Manel Estiarte que metía muchos goles por ellos. Les di muchas victorias, y también derrotas, pero les negué el Manel Estiarte generoso, entregado que pudiera haber sido y no fui».

El todopoderoso Schumacher

«Pedro de la Rosa: buen piloto y mejor persona», es una frase que se oye constantemente. «Y ya me fastidia, me desagrada enormemente», dice el piloto barcelonés con contundencia pero sin renunciar a su exquisita educación. «Me hubiera gustado más otra: no sé, buena persona y mejor piloto. No es que haya sido tan mal piloto como se desprende de la frase, pero es verdad que le he dado más importancia a los valores que a lograr resultados a toda costa».

Es, ¿verdad?, el otro lado de Michael Jordan. De la Rosa se fió, en exceso, de Niki Lauda, y lo dejó sin volante en Jaguar en el 2003; se fió de Ron Dennis y el inglés prefirió a Heikki Kovalainen en 2008€ Y lo peor fue la forma en la que Nick Heidfeld maniobró en los despachos de Sauber para hacerse con el asiento del español en mitad de la temporada 2010€ Y es tan correcto («hay que tener una visión más global de la vida», explica), que se lo perdonó a Lauda, a Dennis e, incluso, a Peter Sauber, cuando el suizo le pidió por favor subirse al coche una tarde del viernes en el GP de Canadá para sustituir a Sergio Pérez, resentido tras un accidente en Mónaco. «Me gusta respetar esos valores que me enseñaron, transmitirlos a mis hijas. Yo no soy un cabrón», suele decir.

Cabrón, la primera palabra que se aprende al llegar a cualquier paddock. Y ahí, el nº 1, como en casi todo, ha sido Michael Schumacher, el más laureado y también el más sancionado de la historia de la F-1. Dejando a un lado que «levantó» el sponsor y la novia el mismo día a un rival (Heinz-Harald Frentzen), fue sucio en la pista desde su primer año, aunque los accidentes intencionados contra Damon Hill y Jacques Villeneuve fueron los más sonados de su trayectoria.

«Schumi» no dudó en simular una avería en la curva de la Rascase para chafar la vuelta rápida de Fernando Alonso en la clasificación del GP de Mónaco 2006... Y fue sucio hasta el final, cuando, en el primer año de su retorno a la F-1, estuvo a un pelo de estrellar a Rubens Barrichello (el que había sido su fiel escudero) contra las protecciones de Hungaroring. Schumacher, el Kaiser, aprendió mucho, de Alain Prost, «el profesor», de sus accidentes provocados contra Ayrton Senna, de la manera en la que manejaba a los comisarios y la FIA, de su entonces amigo Jean Marie Ballestre.

Armstrong, otro malo, malo

A un compañero de equipo le preguntaron cómo era Lance Armstrong después de superar el cáncer y antes de iniciar el viaje a ninguna parte en sus 7 Tours borrados de la historia. «Pues igual de hijo puta que antes», respondió. El tejano nunca tuvo amigos. Creó un imperio a su alrededor. Y así le fue. Solo consiguió la fidelidad de unas pocas personas, como su director Johan Bruyneel, de los pocos que nunca han dicho una mala palabra contra el tejano.

Armstrong hacía y deshacía a su imagen y semejanza. Maltrató a periodistas y a auxiliares, a los que despedía si creía que le habían traicionado y, luego, cosas del destino, fueron esos mismos auxiliares los que se convirtieron en sus peores acusadores de cargo durante el juicio por dopaje que terminó con su leyenda de gran campeón ante la USADA (Agencia Estadounidense Antidopaje).

De 1999 al 2005, el ciclista tejano ganó siete Tours consecutivos. Él imponía las normas en el equipo. Dormía en habitación individual, cuando no con su novia de la época, la cantante Sheryl Crown, y cuando retornó, en el 2009, lo hizo para intentar destrozar los planes de Alberto Contador en aquella ronda, que al final ganó el español con el tejano en la tercera plaza del podio. «He ganado dos Tours, uno en la carretera y otro en el hotel», resumió Contador tras pisar París.

Armstrong no se hablaba con nadie y la mayoría de gregarios trabajaban más para él que para el madrileño. Cenaban en mesas separadas. La semana antes de iniciar la ronda francesa de aquel 2009, el equipo se reunió para conocer sobre el terreno la contrarreloj por equipos de Montpellier. Fue la única vez que hablaron cara a cara. Armstrong quiso dejar las cosas claras a Contador: «Yo no estoy aquí para ayudarte. Ya lo sabes».

Aquella frase no le pilló de sorpresa a Contador, ni mucho menos. Todo el pelotón sabía cómo se las gastaba el norteamericano y, no solo cuál era su estilo de vida, sino también los métodos que utilizaba, en carrera y fuera de ella, con los jefes y con sus compañeros, para conseguir su objetivo. Pero aquella frase sí destapó la guerra entre ambos campeones.

De Nieto a Márquez

Podríamos hablar, cómo no, del «ordeno y mando» implantado por el italiano Valentino Rossi en el Mundial de motociclismo, campeonato que tanto debe al Doctor, sí, pero a un elevadísimo precio, en el sentido de que, durante años, muchas de las decisiones que se tomaron dependían de la opinión del gran «Vale» en las reuniones de los viernes por la tarde de cada gran premio.

Rossi fue, en efecto, el hombre que convirtió el Mundial de 500cc y, luego, MotoGP, en uno de los mayores espectáculos del mundo. Fue tan bueno, tan duro y tan manipulador que Marc Márquez, su heredero y el muchacho que le arrebató el trono y, pronto, tal vez, le supere en títulos y victorias, aprendió enseguida que debía ocupar el rol de «Vale», fuera y dentro de la pista, como así ha hecho, si quería convertirse en el auténtico monarca del «circo».

En ese sentido, no han cambiado mucho las cosas. Quienes convivieron con el mítico y desaparecido Ángel Nieto, 12+1 veces campeón del mundo, le recuerdan como el piloto más generoso, simpático, entregado, abierto, fiestero y cómplice fuera de la pista y «como el gran cabrón y asesino» una vez se ponía el casco y se apagaba el semáforo.

Nieto mandaba en el seno de su equipo, fuese el que fuese, y exigía el mejor motor para la carrera, aunque tuviesen que quitárselo al compañero de escudería. No le importaba tener a todos sus mecánicos trabajando toda la noche del sábado si él consideraba que había que cambiar toda la moto, empezando por el delicadísimo cambio de marchas.

Luego, en carrera, en la pista, era tan duro (y casi despreciativo, «no, no, era su estilo de correr», dicen los suyos) que incluso era capaz de quedarse en la cola del pelotón e ir pasando pilotos, casi con una mano, llegar a la altura de Pier Paolo Bianchi o Fausto Gresini, darles una palmadita en el culo y, a continuación, superarles en la siguiente curva.

El odioso Pete Rose

Hablamos de béisbol, por ejemplo, otro de los deportes reyes de EEUU, y encontramos a un auténtico malo, cabrón, malvado con mayúsculas: Pete Rose, capaz, después de retirarse, de ser manager de los míticos Cincinnati Reds y jugarse miles de dólares en las apuestas a que ¡su equipo! perdía, aunque él lo negase.

Rose protagonizó una de las tres acciones más dolorosas, sangrantes y denunciables de la historia del deporte de EEUU y que aún perduran en la mente de la afición yankee.

Las ansias de ganar de Rose, su nivel de reto, de competitividad, llegó, incluso, a lesionar seriamente (50 años después aún arrastra secuelas físicas) a un rival, el receptor Ray Fosse de los Cleveland Indians, al que destrozó para siempre el hombro izquierdo, para anotar la carrera de la victoria en un simple y amistoso Partido de las Estrellas, que se disputaba, cómo no, ante la afición de Cincinnati en el Riverfront estadio.

Rose y su esposa Karoly invitaron a cenar, la noche antes, a Fosse y su esposa en un conocido restaurante de Cincinnati y, al día siguiente, cuando el partido iba ya por su 12ª entradas (es decir, tres 'innings' extras), Rose entró arrolladoramente en home, se llevó por delante a Fosse, le destrozó el hombro y lo dejó en el suelo, con la bola a 20 metros de él. Era la carrera del triunfo (5-4) para el equipo de la Liga Nacional frente a la Americana, pero fue la prueba de que Rose era capaz de todo por vencer.

El viacrucis de Agassi

Nadie sabe si buena parte de estos grandes vencedores (hay miles de ellos, estos solo son algunos ejemplos) fueron fruto (o víctimas) de sus durísimos entrenadores. Aún resuenan los durísimos comentarios que grandes estrellas de la natación sincronizada española hicieron sobre los métodos de trabajo y entrenamiento de una de las entrenadoras más laureadas de la historia del deporte, Anna Tarrés. Pero nada comparable a los métodos empleados por el padre del enorme tenista norteamericano Andre Agassi, el único de la historia que tiene en su palmarés los cuatro Grand Slam, la Copa Masters, la medalla de oro olímpica (JJOO de Atlanta-96) y la Copa Davis (1990, 1992 y 1995).

Agassi explica en su libro biográfico «Open» (2009) cómo llegó a «odiar el tenis» por culpa de los entrenamientos a los que le sometía diariamente su padre. «Sentí un gran alivio cuando me retiré como profesional, porque supe que nunca más volvería a sufrir en una pista de tenis. Mi padre no me dio educación, sino una raqueta. Es un tipo duro que escapó del genocidio armenio y fue boxeador en Las Vegas. Llegó a EEUU sin saber una palabra de inglés en busca del sueño americano y me machacó para que yo lo alcanzara también. Yo fui nº 1 del mundo en algo que odiaba. Mi vida fue el sueño de mi padre, no el mío, Ahora he recuperado la plena posesión de mi existencia».

En el libro cuenta que su padre le obligaba «a golpear, al menos, 2.500 pelotas diarias lanzadas por una poderosa máquina artesanal. Su teoría era que, con un millón de bolas al año, necesariamente llegaría a lo más alto». Agassi confiesa haberse drogado, tomaba cortisona para calmar los dolores de espalda, entre otras cosas. Es más, en 1997 dio positivo en un control de la ATP, aunque lo negó en esa época, admitiéndolo luego en el libro al recordar que su padre le daba Speed para jugar.

Desde que Agassi dejó el tenis creó la fundación «Andre Agassi Para la Educación», volcada en los niños.