Tras la finalización de la I Guerra Mundial, la década de los años 30 del siglo pasado acogería un nuevo periodo fatídico dentro de la historia con la promulgación del odio racial a través de creencias políticas radicales, promovido por una serie de desalmados dictadores que llevaron a la humanidad hasta límites de sufrimiento jamás vividos con anterioridad. El mundo entero llegaría a tambalearse.

Pero mientras los cimientos de la maldad y del odio al prójimo iban creciendo paulatinamente en aquellos años, la gente encontraba un hilo de esperanza y entretenimiento a través del fútbol. Tras la disputa del mundial de Uruguay en 1930, Europa acogería la segunda edición de aquel novedoso torneo, que precisamente, buscaba confraternizar a través del deporte a las distintas naciones participantes en el evento.

Pero cuando se lleva veneno en la sangre, resulta imposible encontrar la armonía, como así ocurriría en la organización, desarrollo y culminación del Campeonato Mundial de Futbol de 1934, adjudicado -en una decisión ciertamente cuestionable por parte del comité organizador- ni más ni menos que a «Il Duce» Mussolini, que vería en ello el elemento propagandístico ideal para exaltar su régimen totalitario. No solo bastaba con organizar la Copa del Mundo, sino que Italia debía ganarla como fuera.

-«No sé cómo hará, pero Italia debe ganar este campeonato», le espetó Mussolini a Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol.

- Haremos todo lo posible...

- No me ha comprendido bien, General€ Italia debe ganar este Mundial. Es una ¡¡¡orden!!!

Los expertos de la época señalaban a la España de Zamora, Quincoces y Lángara y a la Austria de Sindelar -en ausencia de la actual campeona Uruguay- como las dos grandes favoritas al título. Pero Benito se empeñó en que no fuera así.

A diferencia que en el primer Campeonato en el que se formaron grupos para dilucidar los clasificados para la lucha por el título, en este se fijaron eliminatorias directas desde un primer momento. 16 fueron las selecciones participantes: doce europeas, tres americanas (Argentina, Brasil y Estados Unidos) y Egipto.

A las primeras de cambio las selecciones americanas quedaron fuera de la competición, destacando la victoria de España por 3-1 ante la Brasil de Leónidas en Génova. Italia, por su parte, se deshacía con comodidad de Estados Unidos por 7-1. Los dos equipos latinos debían enfrentarse en los cuartos de final. España era claramente superior, pero se encontró con un obstáculo con el que nadie contaba. Florencia sería la sede del gran duelo ítalo hispano el 31 de mayo de 1934. Minutos antes del pitido inicial, el colegiado belga Louis Baert recibiría en su caseta, cortesía de Mussolini, la visita de un cotejo de matones para advertirle de que Italia «sí o sí», debería pasar a semifinales.

España se mostró enormemente superior a su rival durante el desarrollo de los 90 minutos, de hecho, Regueiro puso por delante a la furia en el minuto 31. Tras infringir el reglamento en numerosas ocasiones, los italianos alcanzarían su propósito al filo del descanso, cuando un balón colgado al área fue rematado por Ferrari al fondo de las mallas, mientras Schiavio agarraba de forma descarada a Zamora, -de las pocas imágenes que se guardan de aquel mundial, una de ellas es la de la clara infracción sufrida por parte de «El Divino»-. En el palco, «Il Duce» se frotaba las manos.

En la segunda mitad los argentinos nacionalizados Orsi y Monti, se dedicaron a repartir de lo lindo y los jugadores españoles fueron cayendo uno a uno víctimas de la dureza de los italianos. Un par de goles anulados y varios penaltis no señalados culminaron con una de las actuaciones más deplorables y bochornosas de la historia, en cuanto a la labor arbitral se refiere, dejando sin sanción el juego sucio y barriobajero azurro que acabaría con nada más y nada menos que siete lesionados en las filas españolas. Zamora, Ciriaco, Fede, Lafuente, Lángara, Gorostiza y Iraragorri, no pudieron disputar el partido de desempate.

Al día siguiente y con las mencionadas bajas en el 11 titular, España de forma heroica a los mandos del gran Jacinto Quincoces, se dejó hasta la última gota de sangre para honrar a nuestra nación. Pero las bajas, nuevamente la agresividad de la dupla ítalo-argentina, y como no, la nefasta actuación arbitral, hicieron que La Roja cayese con honores por 1-0, con gol del mítico Giuseppe Meazza, a pesar de que el italiano Demaría estaba obstaculizando a Nogués, portero que sustituía al lesionado Zamora, con dos costillas rotas. Nuevamente dos goles legales fueron anulados por inexistentes fueras de juego, a Regueiro y Quincoces.

En semifinales, Austria sufriría de la misma medicina que España y caería ante la anfitriona «viciada» por 1-0. Igual suerte correría la Republica Checa en la final al perder por 2-1.

Benito Mussolini había logrado su propósito, ganar a cualquier precio su Mundial. Pero para los más románticos del fútbol, la realidad reflejó que España había sido claramente la vencedora moral.