Hay una forma de vestir las cosas con la que se pretende vencer ciertos tabúes que muchas veces no lo son tanto. «Es igual que comer pescaíto frito», me decía un amigo andaluz ante un plato de chapulines (saltamontes) infernales acompañados de una salsita de jalapeños. Crujientes, picantes, podían ser insectos o cualquier otra cosa, era lo de menos. Se llevaban a la boca, acompañados de un trago de tequila y punto. En México, son muy apreciados los escamoles, conocidos también como el caviar local, y los jumiles, una especie de chinches de monte, que crecen en los árboles y desprenden un olor intenso a canela que los hace apetecibles. Los escamoles, comentarlo supone propinarle un gancho a los estómagos delicados, son larvas de hormiga que se comen fritas con mantequilla y epazote (una clase de hierba aromática), en mole, en barbacoa, revueltos con huevo, o acompañando incluso algunos guisos. No digo que estén mal, pero existe un tipo de lentejas que honra con mayor justicia al caviar.

En el viejo Hong Kong de los británicos no puede resistirme a probar los escorpiones y los caballitos de mar fritos ensartados en palillos que se ofrecían en algunos puestos de comida callejera. Pero allí mismo rechacé de manera tajante, creo que lo he contado en más de una ocasión, la oportunidad que se me brindó de comer una de las especialidades locales, los sesos de mono con el mono de cadáver presente en la mesa. Junto con el perro es hasta el momento mi única renuncia gastronómica, de la que no me arrepentiré. No le hice ascos, ya digo, a los tacos de saltamontes que me ofrecían repetidamente en México D.F., ni al queso podrido italiano, el famoso Casu Marzu, poblado por alguna que otra larva catabolizadora que imprime suavidad.

Todos ellos figuran entre los productos más extravagantes que se comen, junto al haggis (estómago de oveja relleno de carne, avena y especias) del que ya me he ocupado alguna que otra vez y que es por otro lado el plato nacional escocés, y el famoso pez globo venenoso de los japoneses, prohibido en la Unión Europea y restringido en el propio país del sol naciente por el riesgo que entraña. No hay que fiarse del fugu, el glorioso manjar de los nipones: las sustancias que contiene su piel son más mortales que el cianuro. La ventaja es que no hay muchas posibilidades de entrar en esa ruleta rusa: comer fugu resulta bastante más complicado que conseguir buenas entradas para el concierto de Fin de Año en Viena.

El formidable cronista y reportero Abbott Joseph Liebling, autor de Between Meals: An Appetite for Paris, uno de los mejores libros gastronómicos que conozco, dijo en una ocasión que para escribir de comida se requiere ante todo tener buen apetito. Pero eso no significa siempre un apetito irreductible o desordenado. El perro, por muchas razones, no lo considero un animal comestible. Las hormigas culonas, con todos mis respetos para ellas, son otra cosa, podría atreverme a probarlas e incluso sería capaz de aficionarme a su aclamada textura. En Bangkok tuve la oportunidad y la dejé pasar, otra vez será. No comería, en cambio, un murciélago, algo que, a mi juicio, entra dentro del severo canibalismo gastronómico. Murciélagos, no, gracias. En Vietnam, por ejemplo, además del perro y de la serpiente, existe la costumbre de zampar penes de búfalo macerados en alcohol de arroz. Qué quieren que les diga, tampoco me gustan los penes, aunque mantenga una gran veneración por los percebes de Peñas o de las Cíes. Entre los alimentos más refinados, y al mismo tiempo aparentemente repugnantes que existen, se encuentran los huevos de pato, que en Filipinas comen con el mismísimo embrión dentro. En China llegan incluso a enterrarlos hasta que están suficientemente podres y así resultan sabrosos para el gusto de los chinos. No creo que me consideren una persona excesivamente remilgada si les digo que tampoco comería de primeras unos huevos podres de pato. Depende del día y de la hora.

La Unión Europea, ya lo sabrán seguramente, acaba de autorizar la venta y el consumo de los insectos. Ello no quiere decir, como es natural, que la entomofagia, pese a ser costumbre en algunos países del tercer mundo, acabe imponiéndose en la dieta continental. Con el tiempo cualquier cosa es susceptible de ocurrir, pero por ahora no soy capaz, por ejemplo, de ver a un alemán sustituyendo una salchicha ahumada por una ecológica brocheta de grillos. El anuncio se ha producido, además, casi coincidiendo con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud sobre el riesgo alimentario de las carnes procesadas, el cerdo, etcétera. Más de uno se está preguntando por qué los escarabajos de cuerno largo o los gusanos no tienen contraindicación y sí, sin embargo, el jamón o los chuletones de vaca.

El «extreme food» no sabemos ya dónde empieza y acaba. Los hábitos en la alimentación han pasado a ser una cuestión de paciencia y fe desde el día en que el primer humano se atrevió a comer un erizo de mar, una centolla, o se encontró intimidado por la presencia de una langosta sin saber que terminaría convirtiéndose en uno de los bocados más apreciados. Naturalmente para establecer comparaciones entre las larvas de avispa, que los japoneses consideran exquisitas, y un bogavante habría que dejar rodar la imaginación cuesta abajo. Pero ¿qué me dicen del caviar beluga? O de las angulas, ¿no son las angulas unas larvas domesticadas por el apetito?

Entre algunas de las cosas que nos llevamos a la boca y más aprecian nuestros sentidos, las gambas, las quisquillas, los percebes, las ostras, los ostiones, los caracoles, las ancas de rana y las distintas clases de huevas de pescado no tuvieron seguramente un amanecer amable en las conciencias culinarias de la humanidad. Y ya ven, sin embargo, lo que ha ocurrido con los años. Vale, de acuerdo, los hay que no comen un caracol ni atados, por culpa del repudio higiénico que despierta. Pónganle a prueba con un bígaro, un bulot o una cañailla y tendrán probablemente una respuesta apetente distinta. La tierra y el mar, que produce cierta ensoñación gourmet gracias al mito de algunos de sus frutos, no vienen a ser lo mismo.

Sucede con la casquería, que a lo largo de la historia ha sufrido altibajos en el consumo salvo en el caso de Roma que mantiene cierta línea regular debido al rigatoni con la pajata o algunos otros platos que imprimen carácter a la cocina local. En España, el hígado o los sesos de ternera han sufrido un retroceso desde la epidemia de las «vacas locas» y no han vuelto a recuperarse pese a la popularidad que tuvieron. El esnobismo es un potente aperitivo y hay más de 2.000 especies comestibles que en la imaginación de algunos de los chefs más excitados pueden convertir la dieta invertebrada del insecto en un plan gourmet de presente o de inmediato futuro, como ya demostró René Redzepi con las hormigas. Imaginen los chinicuiles (orugas), las termitas y las cucarachas, por ejemplo, en el mundo onírico de David Muñoz. Aunque pensándolo bien, mejor no lo hagan.