El mar no baña Nápoles, escribió Ana Maria Ortese en aquel libro que le costó la implacable condena de los napolitanos. Mucho antes de ello ya había posado sobre la ciudad su mirada apasionada y, a la vez, analítica otra bravísima autora, Matilde Serao, que la visitó a raíz de la nueva epidemia de cólera de 1884. Por esos años ya existía la pizza que más tarde llevó el nombre de una reina, margherita, y Mark Twain había reflexionado abundantemente sobre el eslogan local, «ver Nápoles y morir» y su evidente exaltación del doble sentido. «Bien, no sé si uno necesariamente muere después de verla, pero intentar vivir allí podría resultar poco distinto (...). El cólera suele vencer a un napolitano cuando se apodera de él, porque, como es comprensible, antes de que el médico pueda abrirse paso entre la suciedad y llegar hasta el enfermo, el hombre ha perecido».

En el siglo XIX, en Nápoles la pizza disputaba la hegemonía popular de la comida a los macarrones. Los lazzari, personajes callejeros que encarnaban el casticismo local, la preferían a cualquier otro tipo de bocado. Era barata y ambulante como ellos mismos. Los pizzaioli instalaban sus puestos por cualquier lugar, dentro y fuera del barrio español, para vender al taglio (corte), como siempre ha sido, las porciones de la masa del pan con tomate casi crudo, queso, ajo, aceite, orégano o pescado por encima. Serao, en El vientre de Nápoles (Gallo Nero, 2016), habla del comestible a un céntimo: pizzas aplastadas, redondas, de pasta densa, tostada no cocida, con mozzarella, anchoas y pimientos. Los pizzeros competían con los freidores que despachaban en los cucuruchos de papel la morralla, el pescadito frito; las mazorcas de maíz hervidas; o el scapece, berenjenas o calabacines empapados de abundante aceite y aliñados con vinagre, pimienta y queso; los panzarotti, empanadillas rellenas de alcachofa; o la spiritosa, chirivías cocidas, y presentadas como encurtidos en los mostradores. Algo de ese Nápoles todavía se muestra en las partes más viejas de la ciudad. Hay que escarbar pero se encuentra.

En el final de siglo surgió el primero de los pizzeros de prestigio reconocido, Raffaele Esposito, propietario de una taberna llamada Pizzeria di Pietro e Basta Cosi. Algunos lo consideran el padre de la pizza moderna. En 1889, la pizza la comía la gente que no disponía de grandes recursos. La masa se utilizaba en algunos hogares para aprovechar las sobras de la comida. En ese escenario, Esposito preparó una pizza para la reina Margarita de Saboya, que había viajado a Nápoles con el rey Humberto I. Esposito y su esposa, la signora Rosa, fueron llamados a las cocinas reales del palacio de Capodimonte. Creyendo que no era apto para unos monarcas, prescindieron del ajo. Tostaron tres pizzas diferentes, la última una combinación de tomate, mozzarella queso y albahaca para emular el rojo, blanco, y verde de la bandera italiana. Se dice que esta fue la primera vez que la pizza se hizo con queso mozzarella. Desde entonces se convirtió en las preferida de la reina y recibió el nombre de Margherita. La tienda donde Esposito comenzó y que ahora se llama Pizzeria Brandi conserva todavía la carta del jefe de servicios de mesa de la Casa Real donde se confirma que las tres pizzas elaboradas resultaron ser deliciosas.

En Brandi no sólo se come pizza. Y en las mejores pizzerías napolitanas únicamente solían servir la margherita y la marinara, en realidad las dos únicas especialidades locales desde los orígenes. La margherita ya sabemos lo que lleva -tomate, mozzarella y albahaca- y la marinara, a pesar de lo que su nombre podría dar a entender, tomate, orégano y ajo. En ocasiones se añaden unas anchoas. No hace falta más. La vera pizza napolitana basa su perfección, como muchas otras cosas, en la sencillez. Debe nacer desnuda como Venus sobre el mostrador de mármol y entre nubes de harina. Todo lo que sea sobrecargar una pizza, napolitana o no, de ingredientes es destruir el ingenio del pan. En Nápoles la densidad de la torta no debe sobrepasar los 4 milímetros, debe ser irregular, de gruesos bordes todavía más tostados, y mantener en el centro la característica acuosidad que la define. En Nápoles y en cualquier otro lugar del planeta tierra debe hornearse en leña a más de 400 grados de temperatura. Por ese motivo resulta una necedad insistir en comprarla congelada y hornearla en casa. Por mí no comería pizza en ningún otro lugar que no fuera Nápoles y Roma, siendo consciente de que existen buenos pizzeros en otras ciudades y pueblos repartidos por el mundo. En la capital partenopea, son de visita obligada Da Michele o Gino Sorbillo, aunque la pizza la suelen hornear bien en cualquier sitio. También están Napoli in Bocca, Starita, Da Gennaro o Lombardi. En Roma, La Montecarlo y Da Baffeto. En todas estas pizzerías, la masa se extiende con la mano, nunca con un rodillo, se lanza al aire, se gira, se vuelve a lanzar, sin olvidarse, como parte del ritual, del pellizco de harina en la bandeja donde se hornea.

Pero en ninguna de ellas se añaden a la pizza ingredientes innecesarios y delictivos para estropear su esencia, como son huevos cocidos, bacalao, surimi, espárragos, piña, sucedáneo de caviar, foie gras, trufa rallada, naranja, lechuga, cebolla, calamares, lonchas de pato, pollo, plátanos, almejas, salchichas de Frankfürt, maíz, palmitos, mayonesa o hasta patatas fritas. Todo ello, aunque a cualquier persona de buen gusto le podría parecer una barbaridad, figura en las pizzas en diversos establecimientos que son incapaces de resignarse y asimilar el concepto simple y maravillosamente acertado de la marinara y la margherita. Y que adquiere una extensión razonable con otras también clásicas: las cuatro estaciones, la caprichosa, la romana o la siciliana. Ninguna, salvo esta última, cuenta con más de cuatro ingredientes. Son los justos para preservar la vida de la masa de pan que sustenta una comida festiva que tiene como principal virtud su sencillez.