En Roscoff (Bretaña), el viejo puerto corsario desde donde embarcaban para Inglaterra los johnnies, vendedores ambulantes de cebollas rosadas, muy cerca del lugar del que zarpan los ferries a la isla de Batz, comí uno de los mejores lenguados bañado en mantequilla que recuerdo. Y allí mismo me vino a la memoria la anécdota protagonizada por uno de esos vendedores de bulbos, la que le sirvió a Alejandro Dumas, en su gran Diccionario de Cocina para enlazar con la receta de la sopa de cebolla a la Stanislas, que también tiene tras de sí su correspondiente historia: la devoción de un rey. Resulta que en uno de sus viajes de Lúneville a Versalles, lugar al que iba todos los años a visitar a su hija, la reina, el rey Stanislas de Polonia paró en un albergue de Châlons donde le sirvieron una sopa tan delicada y suave que se negó a proseguir el camino hasta no aprender a hacer una igual. Dumas cuenta cómo pidió que le volviesen a cocinar la misma sopa en su presencia y ni siquiera los vapores de la cocina, ni los lagrimones que arrollaban por su cara ante tanta cebolla le arredraron. El Rey permaneció atento a la jugada y sólo subió al carruaje tras convencerse de que había aprendido a preparar la sopa que acabaría llevando su nombre y que no es otra que la soupe d’oignon que se ha comido tradicionalmente en Francia durante décadas: agua, mantequilla, pan tostado, sal y las cortezas para obtener ese color rubio oscuro que la caracteriza producto de remover una y otra vez hasta caramelizarla. Con el paso del tiempo, la sopa se modernizó, incorporando queso grùyere y gratinándola al horno. Las palabras de Dumas han quedado gratinadas sobre ellas con la historia del rey Stanislas; los polacos siempre han sido muy aficionados a las sopas.

La literatura me ha alimentado tanto que la comida ha llegado a ser segundo plato en la mesa. Juntas, el gozo es grande, y un placer lleva a otro, como escribió Jean Anthelme Brillat-Savarin. Con las palabras salivamos para compartir los recuerdos de Proust de las cerezas, el queso crema y el pastel de almendras, y casi podemos saborear las migas dulces en nuestras bocas y sentirnos nutridos. O como ocurre en la memorable escena del picnic de Los papeles del Club Pickwick, de Dickens con el pan, el jamón, la carne fría en rodajas, el pastel de ternera y las jarras de cerveza. La excitante emoción de Sam Weller sobre el almuerzo: «Lo bueno es la tarta, cuando conoces a la señora que la hizo...». O con la orgiástica devoción pantagruélica de Rabelais. «Los frascos corrían, los jamones trotaban, los vasos volaban y los jarros tintineaban » en la merienda de «Gargantúa» del célebre coloquio de los borrachos.

«-Nosotros, inocentes, mucho bebemos sin sed.

-No, yo, pecador, no lo hago sin sed, pues si no es por la sed presente, prevengo la sed futura, como suponéis. Bebo por las sedes venideras. Bebo eternamente. Tengo una eternidad de borracheras y una borrachera de eternidad».

Mientras que las viandas eran para Dumas el alimento material, el vino resultaba ser el alimento intelectual. Pero en el vino es necesaria la alusión, el nombre, la etiqueta de referencia. Al vino hay que nombrarlo para evitar equívocos. Bernard Pivot, que siempre supo maridar, como se dice ahora, vino y literatura, cuenta cómo Victor Hugo nos privó de conocer lo que bebía Lamartine el día en que desgarró con los dientes tres chuletas en el Ayuntamiento de París y apuró dos copas de contenido misterioso. «Dos copas, pero ¿de qué vino, querido Victor?». O cuando reprocha a Blaise Cendrars que cite en Kodak menús con información de la procedencia de los productos comestibles, pero no de los vinos que se beben. Enseguida se pregunta Pivot si Lamartine bebió un mâcon, un borgoña o un tinto de París. ¿O quizás un vino mediocre que se acarreaba hasta el Ayuntamiento y no tenía nada de revolucionario? «Reprocho a Víctor Hugo que se limitara al término genérico de vino y no precisara la naturaleza del que acompañó las chuletas de Lamartine». Para el director del legendario Apostrophes, «no nombrar los vinos, cualquiera que sean, grandes o humildes, es faltarles al respeto, negarse a reconocer la especificidad de cada uno, privarse de un detalle importante, significativo, que se añade al retrato de un personaje o a la veracidad de una escena». Lleva razón Pivot en su reveladora pedantería.

También existe el misterio en la comida que permanece en suspenso sin que autor que la describe se detenga a desentrañarla. Las gigantescas tortillas con huevos de avestruz -cada uno de ellos pesa lo de treinta de gallina- de Dumas, o esa coliflor de MFK Fisher, cocinada en crema espesa. «Limpiamos nuestros platos con pedazos de corteza de pan crujiente y bebimos el vino», que inmediatamente incita a ponerse manos a la obra en la cocina. Un placer, efectivamentem, lleva a otro.