Marissa Mayer ha hecho malo el refrán de que no hay peor cuña que la de la misma madera. En los dieciocho meses que lleva al frente de Yahoo esta ejecutiva agresiva, ambiciosa, inteligente y atractiva ha demostrado que para sacar el clavo que inmovilizaba al legendario buscador en un laberinto sin salida hacía falta otro clavo procedente de su principal competidor: Google. Ese clavo era Marissa. Y no cualquier clavo.

Marissa fue una Googler pionera, una de las primeras ingenieras en incorporarse al proyecto de Brinn y Page cuando Google era sólo un sueño de garaje. Su contribución al buscador de Mountain View en sus trece años con ellos no fue precisamente menor, primero como responsable del interfaz de usuario, en el que sin duda aprovechó su licenciatura en Sistemas de Símbolos obtenido en Stanford; luego, como jefa incontestable de la experiencia de usuario, la gran testeadora que se ponía en el lugar de todos los que luego hemos usado y disfrutado de la sencillez de uso de las herramientas de la marca y sin cuya aprobación ningún producto salía adelante; y por último, portavoz de la compañía, uno de los rostros más mediáticos de Google.

Nunca sabremos por qué a partir de 2010 una mujer tan brillante, aupada en ese momento nada menos que a la vicepresidencia de Google, cayó en desgracia en la empresa a la que tanto había aportado y empezó a ser orillada del núcleo duro del buscador. Algunos lo han relacionado con cuestiones sentimentales ya que se le ha atribuido un romance con uno de los padres del buscador, Larry Page. Otros, menos cotillas, han vinculado el declive a cuestiones menos personales y más profesionales. Por ejemplo la multitud de enemigos que le granjeó a Mayer su obsesión de poner al usuario en el centro mismo del Universo, por delante incluso del propio negocio. Una filosofía que estaba en el ADN del primer Google, pero que fue decayendo a medida que los ingresos crecían y convertían al buscador en una de las primeras empresas del mundo. Y no han faltado quienes han destacado su lado borde y engreído, su maestría en el puenteo de sus jefes, su impuntualidad (virtud-defecto al parecer muy extendida entre los directivos del primer buscador mundial) o su arribista empeño en exhibir su riqueza en fiestas, propiedades inmobiliarias o esos carísimos modelos de Oscar de la Renta que no abandona ni cuando viste casual, acentuado todo ello tras su boda con un joven banquero de San Fransisco tan guapo como ella. Alguna descalificación machista, tratándose de una mujer, no podía faltar.

El caso es que Google, que había hecho rica y famosa a Marissa, especialmente después de que la salida a bolsa del buscador convirtiera Mountain View en un club de multimillonarios, la relegó a tareas secundarias en torno a Google Maps y el geoposicionamiento, pero a las que sacó buen partido porque marcarían su futuro.

Paradoja

En cierto modo, estaba a punto de compartir con Steve Jobs esa paradoja que el creador de Apple reveló en su célebre discurso en el campus de Stanford, precisamente la universidad de Mayer: lo mejor que le pudo pasar para su crecimiento personal y profesional es que le echaran de Apple, porque ahí empezó a forjar su leyenda.

La llegada de Marissa a Yahoo tiene una historia detrás que da para una película que no tendría nada que envidiar a la que David Fincher y Aaron Sorkin construyeron en torno al recorrido vital del creador de Facebook. Una historia de ambición y olfato para los negocios que empieza con Dan Loeb, un inversor neoyorquino de hedge fund, desaprensivo y genial, que compró el 5% del accionariado de Yahoo y que, convencido de que la empresa estaba gestionada por debajo de sus posibilidades de rentabilidad, no paró hasta poner al frente a un CEO de su gusto. Loeb, con el expresidente de MTV Michael Wolf como fiel escudero, no dudó en conspirar con maneras florentinas para conseguir su propósito y descabalgó con descaro, e incluso con poca ética a veces, a todos los que no encajaban en el perfil. Uno de los damnificados fue Scott Thompson, que dejó la presidencia de Paypal para ocupar la de Yahoo y que cayó a los pocos meses, obligado a dimitir: Loeb se había enterado de que había mentido en su biografía oficial para añadir una ficticia licenciatura en informática a la real en contabilidad. El tándem Loeb-Wolf seguían a pies juntillas los consejos de Marc Andressen, co-fundador de Netscape y otra de las vacas sagradas de Silicon Valley: «Si quieres salvar Yahoo no busques a alguien que prime los contenidos, busca a alguien que cree producto». O sea, alguien que creara herramientas atractivas e innovadoras de software para internet que atrajeran a los usuarios. Alguien que modernizara Yahoo, especialmente de cara a los grandes protagonistas del futuro: los dispositivos móviles.

No había mucha gente con ese perfil y quien lo tenía, especialmente Marissa, parecía fuera de las posibilidades de Yahoo. Además todo parecía conjurarse contra la opción de Mayer: el CEO provisional que sustituyó a Scott Thompson, Ross Levinshon, estaba realizando una gestión modélica que ganaba apoyos día a día y, por si fuera poco, Marissa se había quedado embarazada. Tal vez eso le dio un plus de convicción en las dos ocasiones en las que Mayer se ganó el puesto, primero en una cita ultra-secreta de tanteo en una cena en Nueva York y luego en la finalísima de candidatos, no menos supersecreta, celebrada en un despacho de abogados a donde llevaron al consejo en pleno para evitar filtraciones. Hasta tal punto había dejado obnubilados con su proyecto a todos, que cuando le dijeron que era la elegida y ella soltó la bomba de que estaba embarazada de cinco meses, nadie puso un solo pero

Paseo

Lo demás, hasta llegar a ese paseo elegante pero militar que la semana pasada se regaló, vestida, cómo no, de Óscar de la Renta, sobre el escenario del CES de Las Vegas, es historia conocida. Mayer desmontó pieza por pieza todo lo que habían hecho en Yahoo sus predecesores, prohibió el teletrabajo ganándose las iras de las mujeres de la compañía, contrató a mil ingenieros -después de despedir a quinientos, compró los casi 100 millones de blogs de Tumblr por 857 millones de euros y otras treinta empresas con sus aplicaciones estrella, impuso su drástica ejecutoria en el control de la experiencia de usuario de sus nuevos productos hasta extremos enfermizos e hizo bueno el cartel que se encontró el día que había llegado a la compañía, su cara en tonos pastel copiando el mítico poster de la campaña de Obama y una sola palabra debajo: «Hope». Es cierto que la esperanza ha vuelto a Sunnyvale, la sede corporativa de Yahoo, y que este cambio en la cultura de la empresa es algo que reconocen hasta sus enemigos: la tensión, la innovación está allí de nuevo. No todo son logros, aunque hay unos cuantos: 800 millones de audiencia, un 20% más que cuando llegó, la mitad de los cuales la mitad vienen vía móvil, la gran clave de esta nueva era; superar por primera vez en cinco años a Google en audiencia en Estados Unidos; triplicar el precio de la acción, lo cuál es sorprendente (y este es su agujero negro y el único nubarrón en su historia de éxito) teniendo en cuenta que la empresa tiene ahora menos ingresos que cuando ella llegó. Da igual porque todos creen que Yahoo tiene futuro con Marissa. Casi tanto como Macalister, el bebé al que ha criado literalmente en su despacho durante el último año y medio.