En el colegio, cuando explican a los niños las clases de los sustantivos, vinculadas a la esencia de las cosas, se distingue entre los contables y los incontables. Entre los primeros se encuadran cosas como las manzanas, los árboles o los propios individuos. Los segundos se refieren a sustancias como el agua o la arena. Del mismo modo, es imposible cuantificar el afecto, el amor, o el gusto. O lo era hasta este tiempo de sociedades líquidas, de realidades líquidas. Porque a través de las redes sociales se ha roto esa barrera para cuantificar el sentir, lo que se ha logrado a partir de una unidad básica: el «Me gusta».

Ésta es la línea de trabajo del filósofo argentino Héctor Ariel Feruglio, becario posdoctoral en el departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Una materia a la que Feruglio se aproximó tras visionar un capítulo de la serie televisiva Black Mirror. En concreto, se trata de Nosedive, la primera entrega de la tercera temporada, dirigida por Joe Wright y en la que se muestra una sociedad continuamente interconectada y obsesionada con puntuar a las personas y las relaciones sociales. «Para realizar estas calificaciones, en la serie se utiliza una aplicación de móvil que es bastante similar a las redes sociales. Pero no sólo permite calificar las publicaciones en la plataforma virtual, sino encuentros eventuales con otras personas. Pero no se califica en términos racionales, sino por vínculos relacionales, por las sensaciones que a uno le transmite el encuentro», explica Feruglio. A raíz del visionado del capítulo, el filósofo decidió explorar vías diferentes a una idea en la que venía trabajando: la cosificación del sentir en la sociedad contemporánea. «Las redes sociales funcionan como un espacio para la socialización de una imagen que estamos diseñando. Y esa imagen está siempre expuesta a una valoración estética, que se expresa mediante la cantidad de sensaciones de agrado que es capaz de movilizar», reflexiona.

En esta exposición, Feruglio ya apunta a la clave de su trabajo: las redes sociales son capaces de cuantificar algo intangible, como son las sensaciones de agrado. Y lo hacen mediante una unidad básica: «En 2009 Facebook crea el icono de ‘Me gusta’. No era un icono nuevo, ya lo habían trabajado otras plataformas. Pero habían puesto el énfasis sobre la cuestión del contenido, mientras que Facebook amplía eso a otros ámbitos que ya no tienen que ver con el contenido, sino con el efecto o la impresión que ese contenido genera en los usuarios en términos de sensaciones de agrado frente a una situación». El ‘Me gusta’ es, pues, esa unidad básica que permite cuantificar el agrado, el sentir del usuario.

El hallazgo de Facebook se extendería rápidamente al resto de redes sociales, aunque cada una seleccionaría un método propio, un icono particular, para que el usuario exprese su sentir. «Esas reacciones de agrado pueden ser, y son, cuantificadas numéricamente, porque puedo ver la cantidad de ‘like’ o corazoncitos que tiene una publicación, lo cual genera una serie de efectos que redefinen las relaciones sociales desde ese punto de vista», sostiene Feruglio.

Esta conclusión abre un interrogante: ¿para qué sirve cuantificar el sentir? Una cuestión que Feruglio responde apoyándose en las teorías del filósofo italiano Mario Perniola. «A partir de la segunda mitad del siglo XX, según explica Perniola, se producen transformaciones en las formas tradicionales del poder que se efectuaban sobre el pensamiento y sobre la acción, que eran la ideología y la burocracia. Perniola caracteriza la ideología como ‘lo ya pensado’, un conjunto de ideas que me eximen a mí de pensar en lo que creer o no creer, ya que asumo ese conjunto de ideas preestablecido; mientras que la burocracia se caracteriza como ‘lo ya hecho’, un conjunto de instrucciones que me determinan qué tengo que hacer, y así yo no tengo que pensar qué tengo que hacer dentro de la sociedad. Pero el poder aún no había avanzado sobre el sentir personal, algo que empezará a hacer a partir de la década de los sesenta, cuando aparece la sensología, que actúa sobre ‘lo ya sentido’. Un sentir socializado, impersonal y neutro», explica Feruglio.

Los estudios de Perniola, previos a la irrupción de las redes sociales, se refieren al impacto de los medios de comunicación de masas. Mas, al aplicar este esquema a las redes sociales, Feruglio encuentra un terreno abonado para la aplicación de estrategias de control social: «La ideología se ha convertido en sensología, y la burocracia en mediocracia. Lo interesante es que con este modelo se llega a tener una capacidad de gestionar y predecir acontecimientos a partir de este sentir socializado. El campo estratégico del poder deja de ser el pensamiento y la acción y comienza a ser el sentir, que gracias a esas redes sociales se puede cuantificar. Una forma de poder que yo defino como modelo sensóptico. Un campo estratégico que lo mismo servirá para cercenar posibles movimientos revolucionarios que para vendernos una lavadora».

La vertiente económica es clave. «Cada vez somos más observados como una suerte de sensodata, a partir de esa unidad mínima de expresión: ‘Me gusta’. Es una economía de las sensaciones, aunque todavía no hay una estructura económica en el sentido tradicional: hablamos de una forma más primitiva, de un intercambio, cuya motivación es el posicionamiento social. Producimos imágenes con el fin de provocar sensaciones de agrado que nos otorguen una suerte de capital que nos permite posicionarnos mejor desde el punto de vista social. Así, como sostiene Boris Groys, convertimos nuestra vida en una suerte de instalación artística», reflexiona Feruglio, que incide en que «hay interés, por parte de las personas, por posicionarse con diversos fines: tener amigos, tener sexo...». Pretensiones que se cubrirán a través de diversas plataformas, desde Facebook a la plataforma de citas Tinder, pasando por Twitter, la profesional LinkedIn o, incluso, Ashley Madison, la web para infieles.

La conclusión del filósofo tiene una componente aterradora. Siguiendo su línea de pensamiento, se han cumplido todas las distopías imaginadas por los escritores del siglo pasado: vivimos enganchados permanentemente a una pantalla, como relató Bradbury; el Gran Hermano nos vigila y hemos adulterado las relaciones, mostrándonos no obstante ufanos ante nuestro Brave New World. Mas, alerta Feruglio, la resistencia es posible.

«Puede parecer que hay una sumisión absoluta, pero se me ocurren dos vías para la resistencia y la emancipación: el secreto y lo que Hito Steyerl define como la participación», afirma Feruglio. La primera, «el secreto», es básicamente la protección de determinados datos, para que no sean accesibles a través de las redes: «Cuando se cuantifica el sentir, y ésta es la gran preocupación del poder, no se puede cuantificar en su totalidad porque hay un excedente que sólo se puede analizar desde los cuerpos orgánicos. Y en este excedente puede residir, precisamente, la mayor preocupación del individuo». Así, a más exposición en las redes sociales, más riesgo de someterse a su control. Por ello, la clave es limitar esa exposición, encriptar la información más íntima. Un ejemplo evidente: los padres que no comparten fotos de sus hijos pequeños en las redes sociales. En cuanto a la segunda línea de defensa, la participación, implica una toma de conciencia, por parte del usuario, de la distinción entre el mundo real y el virtual, y al tiempo de las posibilidades, incluso de crecimiento personal, que se abren dentro del ámbito de las redes sociales.

«Steyerl habla de imágenes en alta y baja definición. El sistema prioriza las imágenes en alta definición, lo que a su vez nos obliga a una dinámica de consumo, a tener en todo momento los mayores avances para generar esas imágenes. Pero tras ellas hay otras imágenes en baja definición, lo que llama ‘los condenados de la pantalla’, que nos permiten acceder a ideas de autores minoritarios, que en otras circunstancias estarían fuera del mercado», explica Feruglio.

Para explicar las posibilidades de la participación, el filósofo recupera una metáfora escuchada en una conferencia: «La imagen es como un libro en el que se aprecian las marcas de los distintos usuarios. Participo de la cosa y, a su vez, la cosa acumula la marca de la historia. Porque ninguna imagen, nada de lo que compartimos, circula sin fricciones». Así, al entender la imagen, incluso nuestra propia imagen en las redes, al tiempo como una «cosa» y como una creación colectiva, podemos participar de ella sin que haya una sumisión: «Entonces sería una performance revolucionaria».

La propia figura de Feruglio simboliza esta comprensión de la imagen. Porque su propio nombre, Héctor Ariel, no es su nombre real, sino únicamente el legal: «Mis padres querían llamarme como mi ‘nono’, mi abuelo: Giovanni. Pero nací en los tiempos de la dictadura militar y no permitían poner a los niños nombres extranjeros si podían ser traducidos al español . Así, me llamaron Héctor Ariel, pero todo el mundo me conoce como Giovanni, que es el nombre con el que yo me identifico. De mayor, pensé en cambiarme el nombre, pero sería un quilombo de papeles. Y, bueno, creo que está bien así». Una decisión que combate, a un tiempo, la ideología, la burocracia y la propia sensología.