Después de un año, el Museo Ruso de Málaga muda la piel. Sus camaleónicas paredes se despojan de las exposiciones que las han engalanado durante un año en el que la cultura ha sido -y es- más que un placer privilegiado, quizás una pausa o un bálsamo para el alma. Las obras que tuvieron que montarse por vía telemática bajo la atenta mirada de sus comisarios, separados por una pantalla y casi todo un continente, han empezado esta semana los preparativos para recorrer los 4.000 kilómetros que los separan de su hogar en San Petersburgo, el Museo Estatal Ruso. El proceso no es sencillo y requiere grandes dosis de rigurosidad, delicadeza y compenetración.