Su mayor y más loable mérito es que logra conectar de lleno con el espectador y hacerle partícipe de la enorme intensidad y tensión de la historia que cuenta, hasta el punto que participa de lleno en varios momentos en los que la vida de los protagonistas corre evidente riesgo.

Si a esto se añade algo tan relevante en este caso de que estamos ante un relato verídico, que insiste en el asunto del expolio nazi de las obras de arte de los países ocupados y que aporta una dimensión notable a las imágenes, no podemos por menos que celebrar los más que satisfactorios resultados de la película.

Por eso hay que despejar cualquier mínima duda y subrayar que Simon Curtis, el director, es un cineasta a tener muy en cuenta desde hoy mismo. Si con su opera prima, la fascinante Mi semana con Marilyn, sorprendió a propios y extraños, aquí ratifica su condición de espléndido autor. Eso sí, aparte de sus cualidades para involucrar en lo que vemos en la pantalla ha contado con el privilegio de la excelente interpretación de Helen Mirren.

También es un factor decisivo, no menos sorprendente, el minucioso guión de un novato en estas lides en la pantalla, Alexi Kaye Campbell, que ha logrado dotar de vida propia, sin mediar ninguna novela de por medio, a la protagonista, Maria Altmann, una judía de Viena que se vio obligada a abandonar Austria con su marido durante la segunda guerra mundial para poder salvar su vida. Es más, a pesar de que no pudo comunicarse con ella porque murió en 2011, antes de que el proyecto se pusiera en marcha, se efectúa un retrato tan preciso y apasionante de esta mujer que el hecho solo de su odisea personal podría haber servido para otro largometraje.

Lo que se muestra es el triunfo en los tribunales de justicia de un modesto letrado, Randol Schoenberg, que consiguió que su cliente, Maria, recuperase, entre otros, un cuadro del pintor Gustav Klimt, concretamente el retrato de su tía Adele, que le fue robado por los nazis.