Entre las tareas de un diputado, si tiene suerte, también está la de presentar libros. Lo normal es que sean sobre política, pero también puede ocurrir, como me ocurrió a mí el miércoles de la semana pasada, que sean de poesía. Después de acabar una reunión de la Comisión de Cultura, me acerqué al cercano Ateneo de Madrid a presentar Migajas, un poemario del joven escritor malagueño Francisco Quintero.

Esa mañana, nada más levantarme, me puse a leer la prensa en Internet. Por algún azar del destino fui a parar a una noticia de hacía tres o cuatro días, en la que contaban que un satélite ha permitido a los astrónomos descubrir que la Tierra no es una esfera perfecta, sino que tiene protuberancias y deformidades que la asemejan más a una bola de plastilina moldeada por un niño que al objeto que nos enseñaban en las clases de geometría. Un descubrimiento como ese tiene que hacer felices a los poetas y a los amantes de la poesía. Así que lo interpreté como un buen augurio para el día de la presentación del libro de mi paisano. Quizá la vida en la Tierra no sea perfecta porque la Tierra tampoco es una esfera perfecta, y nos empeñamos todo el rato en desconocer sus deformidades y sus protuberancias, con la evidente consecuencia de una humanidad llena de golpes y de moratones, pero también con la capacidad de moldear el mundo, para hacerlo mejor y más vivible.

Una parte de esa historia del mundo, la historia de la vida vivida, es la que refleja el libro de Francisco Quintero. Un libro que, según me contó un día, empezó a componer a su llegada a Madrid, a mediados de la pasada legislatura. En los primeros poemas de libro, habla Francisco del tiempo y de la muerte, y lo hace explícitamente, no usa metáforas para referirse a ambos; quizá porque para una persona de treinta años, el tiempo y la muerte son, sobre todo, metáforas. Así que interpreto que para el joven malagueño, Madrid es una ascesis; por de pronto la de superar la distancia de los padres y del mar.

El libro avanza y los poemas se vuelven más fuertes, más combativos. Madrid ya está en él, sin que Málaga deje de estarlo. Cuando llegas, descubres que Madrid es la suma de todas las ausencias. Por eso está tan lleno. Muchas veces he imaginado que los que venimos de otros lugares a Madrid, somos como esos personajes de Fahrenheit 451 que se habían aprendido un libro de memoria, para salvarlo así de la quema. Francisco y yo somos dos volúmenes de la enciclopedia de Málaga. Él, de la capital, de la tibieza de sus atardeceres a la orillita del mar, y yo de la Sierra de las Nieves, de algún soleado bancal de naranjos o de algún paraje umbrío y solitario en los bosques de pinsapos, según los días.

A lo largo del libro Francisco perfila cada vez más sus retratos del amor y de la política. En su poesía, la vida se va pareciendo más a la bola de plastilina que a la perfecta esfera geométrica. Francisco describe las deformidades y los golpes con palabras cada vez más precisas, con pinceladas más limpias. «La verdad mató a la vida» dice nuestro poeta. Es eso, pensé al leerlo, Francisco lo ha visto, lo ha visto como lo ven los poetas: con palabras.