También es puntería que me toque escribir la víspera del fin del mundo. Aunque el asunto, mirado así, de primeras, parece uno de esos que casi te dan la columna hecha, nada más se me han venido ocurriendo bobadas. Una columna para el día del fin del mundo no es cualquier cosa. Partimos de la base de que es la última y me gustaría quedar bien, aunque, visto de otra manera, seguramente nadie la va a leer, por lo que tampoco importará demasiado si no le saco todo el partido posible€ Incluso puede que ni siquiera llegue a cobrarla.

Pero al final se impone la profesionalidad y trata uno de quedar fino, de no acudir a los insoportables lugares comunes y, desde luego, no irse por las ramas de la interpretación del calendario de los mayas, qué dijeron y qué quisieron decir, ni ponerse excesivo, grandilocuente, acudiendo a «las divinas palabras», al toque apocalíptico (o, lo que es peor, moralina) y toda su parafernalia. También me parecería poco elegante, chaquetero, una súbita conversión, un arrebato de beatitud que me llevase a arrepentirme públicamente de todos mis pecados y luego acampar en la iglesia que quedase más a mano.

La víspera del último día es tarde para las buenas intenciones. Es tarde, en realidad, para casi todo: Para empezar la dieta, para dejar de fumar, para hacer las paces con tu cuñado€ La víspera del fin del mundo es el día para mantenerse, para el «total, ya qué más da», para ser genio y figura.

Me acuerdo, de pronto, de aquello que en la escuela me contaron sobre San Luis Gonzaga (debió ser en uno de aquellos ejercicios espirituales que organizaban los jesuitas que trataron de educarme). Dicen que el santo, siendo niño, estaba jugando y otro chiquillo le preguntó qué haría si supiera que, pocos minutos después, iba a morir. «Seguiría jugando», respondió tranquilamente.

Y he tirado por ahí todo seguido. La verdad es que no tengo mucha fe en que acabe todo este veintiuno de diciembre. En realidad, ninguna. Pero me ha hecho gracia entrar en el juego de qué haría yo si supiera que hoy todo termina. Así, como un ejercicio de reordenación de prioridades, puede tener su gracia. O no. También puede acabar convirtiéndose en un peligro, en una forma de darme cuenta de que he otorgado demasiado valor a cosas absurdas, de que anduve preocupado por asuntos que no tenían importancia, de que desperdicié mi tiempo atendiendo lo que no merecía atención alguna, y también será tarde para arreglar eso.

Pongamos que esto acaba aquí y que me ha pillado escribiendo, lleno de dudas y de contradicciones y mirando el cielo de esta tarde, que tiene un no sé qué de despedida, igual que el cielo de todas las tardes.