Este martes me crucé con Antonio Pacheco. Hace no mucho escribía aquí sobre su vida: un tipo nombrado Nariz de Oro y con una dispar suerte en los negocios que pasó de calle Álamos a Ciudad Jardín y volvió al Centro frente al Teatro Cervantes. Pacheco sabe de vinos, de lágrimas y retrogustos. Además ha tenido sus momentos de gloria en la hostelería, como cuando a su restaurante iba el juez de moda, el cantante de turno o el malagueño universal -no Picasso, el otro-. Antonio ha servido vinos de Málaga por miles, ha abierto magnum para reuniones de amigos y ha descorchado rarezas de toda clase. Es lo que tiene haber estado de cara al público media vida. Ahora Pacheco está jodido. Ha dejado todo lo que hacía porque se está quedando ciego. Lo más que hace es disfrutar del vino y recorrerse Málaga de punta a rabo. «Me voy desde casa hasta El Balneario y a día de hoy casi sería capaz de hacerlo sin bastón». Pacheco está resignado a saber que ese 3% de visión de uno de sus ojos es lo que le queda. Ya no puede ver la lágrima del tinto en la copa o su color a la luz. Ahora anda, descubre la Málaga de sonidos desagradables y penetrantes (al pasar por el túnel de Alcazabilla) y la de los bordillos rebajados. «No te das cuenta hasta que no lo vives, pero Málaga está perfectamente adaptada, no hay ni una sola acera levantada». Dice que es gracias a Raúl López, el que fuera concejal de Movilidad. Hay detalles en los que solo caemos cuando estamos necesitados. Me senté con Pacheco a hablar media hora, hacía mucho que no cruzábamos unas palabras. Fue impresionante, en el amplio sentido del término, tomar un café frente al sitio en el que tantas veces habíamos tomado copas de vino. La Málaga que le queda por descubrir es la que muchos no queremos ni en pintura, pero a él le ha tocado y, resignado, la ha cogido por los cuernos.